domingo, 25 de noviembre de 2012

El abandono y el olvido. Reflexiones a partir de los lugares abandonados (sexta parte)

por Fernando Jorge Soto Roland

Suelves, un pueblo abandonado en Huesca, España

"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

"Lugares abandonados" ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y «abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares» sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno («ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa, castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos, olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».

Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».

Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia descontrolada, romper -sin pena alguna- las cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio? Llaman la atención.

Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria, carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro todavía virgen), estos parques -como el famoso Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata- perduran en la memoria arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan) experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión transmutada en silencio.

Como en los cementerios, los sitios abandonados nos remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad. Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática, profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior.

Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de siempre. Una farsa osificada.

Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar nuestros fracasos en el momento del éxito.

¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.

Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por imponer.

Detrás de todos los desastres naturales se esconden factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los hombres.

En España el número de pueblos abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su geografía, pero concentrando el mayor número en la región de Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo de migración interna que terminó secando de seres humanos a cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no fueron suficientes.

Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido: Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que, inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos. Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».

Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de animales inidentificables (la mayor parte, aves), el viento colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas interpretaciones, es el que convalida la existencia de movimientos en sitios aparentemente inmóviles.

Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos consideran “eterno” se vuelven perecederos y susceptibles a “morir” como si fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados fueron/son como espejos en los que nosotros podemos reflejarnos.

Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una “edad dorada”.

Los “linyeras”, “crotos”, “pordioseros”, o como gusta ahora llamarlos, “personas en situación de calle”, tienen muchos aspectos en común con los lugares abandonados:
- producen miedo
- generan rechazo
- quedan asociados con “lo mugriento”
- encubren preguntas
- se mantienen en los “márgenes de “la vida normal”
- se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario
- encarnan la contracara de lo que se considera “lo civilizado”
- generan nostalgia y dolor.
Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados sociales), los lugares abandonados son la representación clara y evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una época decadente y otra.

Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.

Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.

Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar con lo que no fue o podría haber sido.

Señaló Cioran: «No podemos reaccionar contra la fatalidad».

Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».

Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos somos. «Himnos destruidos».

Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio de la más literal de las “nadas”, cubiertas de raquíticos árboles y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo, silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes. Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron ser.

Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados, yermos.

Ni la exageradamente inflada honestidad del interior provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el saqueo.

Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a las construcciones, generalmente humildes, que han sido abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que pasen desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita y con ellas desaparece también la memoria.

Conozco varias escuelas abandonadas en los campos argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y aprender.

Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región. Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por completo.

Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que colgaba "la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó". En su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre -en ese lugar- al imaginario "ser nacional", base de tantos delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos, artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún muy joven.

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