El jueves 20 de octubre falleció Antonio Elio Brailovsky, un referente para los ecologistas de Latinoamérica, escritor y economista especializado en historia ambiental, fue profesor titular de las Universidades de Buenos Aires y Belgrano, convencional constituyente de la Ciudad de Buenos Aires y Defensor del Pueblo Adjunto de la Ciudad de Buenos Aires.
Hace diez años, el Ministerio de Educación de la Nación distribuyó 4.500 ejemplares de su libro “Ésta, nuestra única Tierra” en las bibliotecas de otras tantas escuelas públicas secundarias de todo el país. Brailovsky señaló que uno de los aspectos sugestivos de este hecho fue “haber aceptado un libro que, entre otros temas, señala los riesgos de la energía nuclear, incluyendo la que se presenta como para usos pacíficos. Durante muchos años, y bajo gobiernos de cualquier signo ideológico, el mensaje de las autoridades educativas era la aceptación de ese tipo de energía, sin crítica alguna. Los docentes que la cuestionaban debían hacerlo casi siempre en voz baja y a espaldas de sus directivos.
“Pero el desastre de la central atómica de Fukushima, Japón, ocurrido en el país más tecnologizado del mundo, marcó que la preocupación por el riesgo nuclear tiene fundamento, y el sistema educativo está empezando a reconocerlo, al llevar este libro a las bibliotecas escolares”.
Brailovsky ilustró la nota en la que anunció la edición del libro con la obra de arte “El Alquimista”, de Joseph Wrigth of Derby, pintado en 1771, porque “muestra el momento en que el alquimista Henning Brandt descubre el fósforo y su propiedad de brillar en la oscuridad. Esa luminosidad lo lleva a arrodillarse y rezar. Una actitud de tanta convicción religiosa, como la que nosotros mismos tuvimos al creer, sin una revisión crítica, en la promesa nuclear”.
A continuación, el capítulo del libro que habla de energía nuclear.
Los sueños del Ratón Atómico
Por Antonio Elio Brailovsky
Quizás el signo más inquietante de este actuar como si las leyes de la naturaleza no existieran, sea el uso -pacífico o militar- de la energía atómica. Pero, esto requiere contar una cierta historia.
Hace muchos años, una revista infantil publicaba una historieta llamada El Ratón Atómico. El protagonista era un humilde roedor que, cada vez que se encontraba en una situación difícil, tomaba una pastilla de U-235 y se transformaba en el Superman de los ratones. El Ratón Atómico no necesitaba huir como Jerry. Le bastaba con sacar de su cinturón su mágica pastilla de uranio para hacer frente a hordas de gatos hambrientos. Nosotros, que aún sabíamos lo que era ser pequeños e indefensos, seguíamos todas las semanas las aventuras de este personaje que había logrado ir más allá de su frágil condición de ratón.
Por esa época, esta historia estaba a punto de salir de la ciencia-ficción para entrar en nuestras vidas. La energía nuclear para usos pacíficos era la gran promesa para el final del siglo XX. Grandes canales excavados con bombas atómicas, centrales productoras de electricidad a precios ridículamente bajos, inmensas zanahorias irradiadas que no serían atacadas por ningún insecto ni bacteria. La cura del cáncer estaba allí nomás, al alcance de la mano, en unas cajas misteriosas llamadas “bombas de cobalto”.
El átomo, se nos prometía, iba a entrar profundamente en nuestras vidas. Nosotros, que alcanzaríamos a ver el año 2000, lo tendríamos al alcance de la mano. Mientras tanto, en todas partes nos prometían el átomo pacífico. Nosotros, los niños del Tercer Mundo, íbamos a ser como ese Ratón Atómico. Bastaba con tener confianza en los usos pacíficos de la energía atómica. En ese momento no nos preguntábamos por los riesgos de tener a mano ciertas radiaciones y ninguno de nosotros imaginó la triste suerte de ese ratón obligado a ingerir uranio. Paradójicamente, mientras nosotros leíamos la historieta, en otras latitudes se experimentaba con verdaderos ratones, procurando medir cuánto uranio, cuánto cesio y cobalto radiactivos, o cuánto plutonio necesitaban para morir. Fue así que se descubrió que en energía atómica no hay umbral de seguridad, es decir, que cualquier dosis de radiaciones, por mínima que fuera, aumenta los riegos de contraer cáncer o de dar a luz hijos deformes.
Después del accidente nuclear de Chernobyl, nacieron cerdos sin ojos y potrillos de seis patas. Hoy me pregunto si los que hacían la historieta se hubieran atrevido a mostrarnos cómo nacieron los hijos del Ratón Atómico.
Fue mucho más tarde que descubrimos que la energía atómica no tiene usos pacíficos. O, al menos, que no los tiene en su actual grado de desarrollo y en la actual orientación de la ciencia y la tecnología. Por supuesto que todos hemos usado jeringas descartables esterilizadas con radiaciones, pero hubiéramos podido hervirlas y el átomo no habría intervenido en nuestras vidas.
Se trata de algo más profundo. Lo que nos ocultaron es que la tecnología pacífica y la tecnología militar son, en realidad, la misma cosa. No es que estuviéramos ante la alternativa de usar el átomo para hacer bombas o para hacer centrales eléctricas. Lo que ocurre es que es necesario construir centrales atómicas que produzcan electricidad para después poder fabricar bombas.
Y es que la principal materia prima para las bombas atómicas es el plutonio, una sustancia que no existe en la naturaleza y que solamente se forma en las centrales productoras de energía eléctrica nuclear. De manera que todo el discurso sobre los usos pacíficos del átomo y su rol en la modernización del Tercer Mundo, suele encubrir lo que, para ciertos sectores de poder, es su finalidad principal. Esos sectores las conciben como instalaciones militares encubiertas, cuyo propósito verdadero es producir el plutonio necesario para fabricar armas nucleares. De allí el enorme apoyo financiero a la actividad nuclear dado por ciertos gobiernos autoritarios, que le asignan presupuestos inimaginables para el nivel de desarrollo de sus respectivos países.
Deberíamos destacar la ambigüedad con que fue manejado el tema nuclear por diferentes administraciones de cualquier orientación política. Por una parte, se insiste siempre en la orientación pacífica de los diferentes programas atómicos. Pero, la historia del desarrollo nuclear a escala mundial tiene numerosos ejemplos de países que iniciaron su actividad atómica con argumentos semejantes y que apenas tuvieron las condiciones políticas y tecnológicas adecuadas, detonaron sus primeras bombas1.
Para producir armas nucleares se requiere extraer el plutonio del conjunto del combustible quemado en las centrales atómicas. Esta técnica se llama reprocesamiento y sobre ella la revista francesa Mundo Científico afirma que “todos los países que dominan esta tecnología, aunque sólo sea a nivel de laboratorio, disponen de los medios para fabricar armamento nuclear”2. Y son numerosos los políticos, de cualquier signo ideológico, que admiten en privado que su país debe “reservarse el derecho” de producir bombas atómicas cuando lo considere necesario. A menudo nos olvidamos que la contrapartida de ese derecho es el riesgo de convertirnos en un blanco nuclear.
El final de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética no terminó con el problema sino que le cambió algunos aspectos: ahora ya no hay riesgo de guerra nuclear entre dos superpotencias, pero sí pueden aparecer bombas atómicas en una guerra más limitada. También puede haber acciones terroristas que roben material crítico, que pueda usarse para producir armas nucleares.
Para reflexionar sobre el tema, quizás nos ayude recordar cómo funciona una central atómica de las usadas para producir electricidad. No es que la energía surja de alguna misteriosa transmutación del átomo. Lo que el uranio hace es simplemente producir calor, que se usa para hervir agua y ese vapor hace girar una turbina, que es la que produce la electricidad. En otras palabras, que una central atómica es sólo un gigantesco recipiente para calentar agua. Desde hace muchos miles de años, los seres humanos han encontrado diversas formas más sencillas e infinitamente menos peligrosas de calentar agua, lo que nos lleva a sospechar en un interés mucho más militar que energético.
Pero, además de los riesgos bélicos, la energía atómica para usos pacíficos también es peligrosa, o, por lo menos, puede llegar a serlo. Tanto en los Estados Unidos como en la ex Unión Soviética hubo accidentes con pérdida de radiactividad al exterior de centrales nucleares. Sin embargo, se sigue con la ficción de que los controles son tan rigurosos que hacen imposibles los accidentes.
La experiencia de los últimos años nos indica que no es posible descartar la eventualidad de un accidente nuclear catastrófico. Adjudicar dicha eventualidad a la mera irresponsabilidad de los operadores sería simplificar la cuestión y caer en la ilusión de que un manejo responsable hace imposible los accidentes. Se afirma que bastará con garantizar que todas las centrales nucleares estén operadas por los mejores científicos disponibles para evitar cualquier riesgo.
Sin embargo, es difícil imaginar proyectos sujetos a un grado de control más meticuloso que proyectos espaciales. Y aún, así, tenemos 29 graves accidentes con destrucción completa de las naves afectadas3. Los peores son los siguientes:
- 27 de enero de 1967. Estalla la Apolo 1. Tres tripulantes muertos.
- Abril de 1967. Muere un cosmonauta soviético al no abrirse el paracaídas en el descenso.
- 30 de junio de 1971, en la nave Soyuz, 3 tripulantes mueren por asfixia.
- El trasbordador Challenger estalló el 28 de enero de 1986, con siete muertos.
- El Columbia estalló el 1 de febrero de 2003, matando a sus siete tripulantes.
Aclaro que aquí no estamos teniendo en cuenta accidentes en tierra, como la explosión de un cohete en un centro espacial soviético en 1960, que mató a 91 personas.
- Challenger y el telescopio Hubble. A pesar de ello, el primero estalló matando a toda su tripulación y el segundo tuvo errores de construcción que lo inutilizaron parcialmente.
En cuanto a accidentes nucleares, los más destacados son:
- 1969, Francia, Central nuclear de Saint-Laurent, un error de operación provoca la fusión parcial de su reactor.
- 1979, Estados Unidos, Central de Three Mile Islands: una grave fuga de materiales radiactivos a los circuitos secundarios que obligan a la evacuación de la planta y de sus alrededores.
- 1986, Ucrania, Central de Chernobyl: el mayor accidente nuclear conocido, con expulsión a la atmósfera de 8 toneladas de materiales radiactivos. 40 mil personas evacuadas. Los efectos indirectos se estiman en 20 mil muertes y 300 mil casos de cáncer en diferentes países europeos.
- 1999, Japón, Central de Tokaimura: reacción nuclear incontrolada, en una central que había tenido otros graves accidentes en 1995 y 1997.
- 2000, Estados Unidos, Central de Con Edison, escape de vapor radiactivo.
Estos hechos cuestionan el minucioso cálculo de probabilidad que se realiza para demostrar que son casi infalibles. A despecho de tantos cálculos, la frecuencia de accidentes en instalaciones complejas es mayor de lo previsto. “El caso del accidente del reactor nuclear de Oak Ridge es un ejemplo de cuán equívocos pueden ser los cálculos de probabilidades. En éste se produjeron siete fallas secuenciales, cada una de las cuales involucró tres elementos paralelos en redundancia, lo que da un total de 21 fallas. Si alguna de ellas no se hubiera producido, el accidente no hubiera ocurrido. Se calculó la probabilidad de tal suceso en 10-20, es decir, uno/cien cuatrillones. El hecho fue casi increíble pero sucedió”.
Sin embargo, no fue el único hecho que el cálculo de probabilidades daba por imposible: “El accidente del reactor nuclear de Dresden II en 1970, ocurrió a pesar de que el más generoso cálculo de probabilidades de los sucesos aislados no podía elevar la probabilidad por encima de 10-18... también aquí lo improbable ocurrió”4.
Sobre estos hechos, una epistemóloga argentina señala que “la evaluación de riesgo es como agua entre las manos, se escapa antes que nos demos cuenta. Los “datos” parecen impactantes, los expertos nos informan con suma seriedad que es casi imposible que suceda un accidente nuclear... y sin embargo, a pesar de que las probabilidades de accidentes son del orden de 10-18, ya en los últimos veinte años se conocen más de 10 accidentes. Debemos pensar que cuando el milagro se hace cotidiano algo está fallando:
i) Tal vez los análisis están mal hechos. No se han tomado en cuenta los factores de riesgo, o no se los ha ponderado adecuadamente.
ii) Si los análisis fueron realizados correctamente, tal vez estamos fallando en nuestra concepción de cuándo una probabilidad es baja.
iii) Otra alternativa es que este tipo de análisis sea totalmente inadecuado para el fin perseguido”5.
A lo anterior podemos agregar que el accidente del reactor de Three Mile Island se agravó precisamente por una complicación inesperada: la formación de una burbuja de hidrógeno sobre el núcleo del reactor, evento que sorprendió a los operadores de la central y a la autoridad regulatoria nuclear. De un modo semejante, algunas de las fallas sufridas por la central Atucha 1 no habían sido previstas por sus constructores y debieron diseñarse herramientas especiales para tener acceso a la zona dañada y efectuar la reparación.
Análogamente, el accidente catastrófico de Chernobyl, con su evento principal, fusión del núcleo de una central atómica, había sido previamente calificado como “imposible” por los diversos manuales de seguridad nuclear.
Es decir, que tanto accidentes catastróficos como desperfectos operativos parecen tener en común el no haber sido previstos por técnicos y científicos. Esta serie de hechos pone en cuestión las diferencias entre científicos “serios”, cuyas instalaciones no sufren accidentes, y científicos “irresponsables”, que sí los tienen.
Por el contrario, la tendencia reciente de los estudios sobre el comportamiento humano lleva a preguntarse si no es inevitable que haya errores al manejarse sistemas altamente complejos. Parece existir un límite a la complejidad técnica de lo que el cerebro humano puede manejar, más allá del cual el riesgo de errores -y por ende, de accidentes, aún los del tipo catastrófico- se eleva rápidamente.
Esto lleva a revisar la ilusión de las décadas anteriores, en las que se creía en el crecimiento indefinido de la complejidad tecnológica, y en las posibilidades de manejar dichos procesos tecnológicos con absoluta seguridad.
En consecuencia, el manejo de tecnologías de riesgo debe llevar aparejada la previsión de eventualidad de hechos de suma gravedad. Lo que plantea una serie de problemas políticos de difícil solución. Imaginemos lo que significaría inaugurar solemnemente una obra presentada como una maravilla tecnológica, para después realizar simulacros de evacuación masiva de la población. O presupuestar las indemnizaciones a las eventuales víctimas de un accidente nuclear. O calcular el costo económico de las instalaciones que habría que evacuar o las tierras de cultivo que se perderían para siempre. La lógica política requiere silenciar los riesgos de un posible accidente catastrófico.
A pesar de tantas evidencias, la localización de actividades nucleares no suele tener en cuenta estos riesgos. Se supone que no puede ocurrir nada grave, por lo cual se ubican las instalaciones nucleares en los sitios económicamente más convenientes. Es decir, en lugares próximos a las grandes ciudades que van a usar la electricidad, ya que el transporte de la energía tiene un costo alto.
Desde el punto de vista ecológico, si alguien insiste en instalar una central atómica, sería preferible que lo hiciera en un desierto; en la práctica, esto no se ha hecho así, por dos razones.
Una razón técnica, y es que estas centrales necesitan mucha agua para enfriamiento.
Y la razón económica, de no tener que transportar la electricidad a lo largo de muchos kilómetros.
Sin embargo, los políticos suelen pensar sólo en inaugurar obras, pero muy poco en clausurarlas. Una central atómica tiene una vida útil estimada en unos treinta años, después de los cuales ella misma se transforma en un inmenso residuo radiactivo. Es necesario desmantelarla, operación que, paradójicamente, es mucho más cara que ponerla en funcionamiento. Por ejemplo, una estimación indica que instalar una central nuclear puede costar unos tres mil quinientos dólares por cada kilovatio de potencia, en tanto que desmantelarla en forma de hacer manejable esa masa de residuos radiactivos puede costar hasta cinco mil dólares por cada kilovatio de potencia. Para tener un término de comparación, diremos que una central eléctrica que funcione quemando gas natural nunca podría salir más de mil dólares por kilovatio instalado6.
Se trata de una operación extremadamente delicada, porque es necesario sellarla con cemento por arriba y por debajo, para estar seguros (¿seguros?) de que no va a alterar el agua subterránea con una filtración de materiales radiactivos. Paradójicamente, el costo de la clausura es más alto, ya que estamos en la proximidad de áreas muy pobladas porque para ahorrar dinero no hemos querido instalarla en un desierto.
Pero, además de producir electricidad, una central atómica ha generado nuevas sustancias, los residuos radiactivos, que permanecerán peligrosas durante muy largos períodos, en algunos casos por cientos de miles de años.
Desde el punto de vista tecnológico, se plantea entonces la dificultad de construir alguna forma de aislamiento capaz de perdurar durante un período tan prolongado. Para ello se programaron diversas barreras. La vitrificación del material para volverlo más estable, su ubicación en contenedores, éstos a su vez en una obra de ingeniería y todo ubicado dentro de una zona que se considere geológicamente estable. Es decir, libre de terremotos y otras incomodidades en los próximos millones de años7.
Desde el punto de vista filosófico puede preguntarse si es ético generar problemas y riesgos que persistirán como tales durante eras geológicas, y si alguien puede asegurar con alguna razonabilidad lo que ocurrirá durante el próximo millón de años.
Pero, una vez construido el repositorio nuclear, desmantelada la central y colocados adecuadamente sus residuos, es necesario hacer un permanente monitoreo por si llegara a suceder algo fuera de lo previsto. ¿Cuánto cuesta realizar ese control durante un millón de años? Vale la pena preguntarse por la racionalidad de disfrutar de electricidad durante treinta años y generar problemas, riesgos y costos durante muchísimos milenios.
Referencias
- Pringle, Peter y Spigelman, James: “Los barones nucleares”. Ed. Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1984.
- Barrère, Martine: “La energía nuclear, también un paso hacia la bomba”, en Mundo Científico, vol. 2, N 10.
- Ver la cronología y detalles en: http://cultura.terra.es/cac/articulo/html/cac1213.htm
- Cavallieri, Liebe: “El cientifico y su responsabilidad social”. Ed. Tres Tiempos, Buenos Aires, 1981.
- Najmanovich, Denis: “¿Es saludable la tiranía de los expertos?”, en Tercer Taller de Investigación en Ciencias Sociales y Salud, Ministerio de Educación y Justicia, Buenos Aires, 1988.
- Cifras en: Grivgori, Carlos A.: “Los lujos cuestan caro”, en Revista Novedades Económicas, Fundación Mediterránea, Buenos Aires, abril, 1987.
- Granados, Ricardo y Senya, Antonio: “Energía nuclear en un mundo viable”, en Investigación y Ciencia Nº 158, Barcelona, noviembre de 1989.
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