En
muchos lugares del mundo, los animales ganan espacio urbano gracias a
un ambiente más relajado.
por
Antonio Cerillo
A
medida que las calles y plazas de las ciudades de todo el mundo se
vacían de gente, se imponen las cuarentenas y se crean ambientes más
desérticos, limpios y silenciosos, los animales salvajes irrumpen y
se adentran en los centros urbanos como si exploraran nuevos
ecosistemas que un día habitaron.
Las
redes sociales recogen muestras de cómo la crisis del coronavirus
cambia los ritmos de la vida ciudadana y actúan como un termómetro
que da señales evidentes de que la fauna sale a la escena con un
protagonismo que hasta ahora no tenía.
A
veces el fenómeno nubla la vista. No hay delfines en las aguas más
limpias de los canales de Venecia ni elefantes borrachos deambulando
por la provincia china de Yunnan. Pero sí es cierto que la fauna
salvaje de la periferia de ciudades y pueblos sale de sus refugios y
se siente dueña de enclaves dominados hasta ahora por el hombre.
Los
pavos salvajes se lucen en el centro de Oakland, en California; y
hasta en Madrid. Los jabalíes, que viven refugiados en Collserola,
bajan hasta el centro de la ciudad de Barcelona y se dejan ver más
relajados que nunca hurgando en los parterres.
En
Ventanueva (núcleo de Cangas de Narcea, Asturias), todos los
comentarios son para las imágenes grabadas de un oso que aprovecha,
de noche, la cuarentena para adentrarse en el pueblo.
Normalmente,
todos estos animales viven en áreas limítrofes, en enclaves no
frecuentados por el hombre o en espacios ocultos. De alguna manera,
son como fantasmas, que ahora sí se dejan ver.
En
San Felipe (Panamá), donde bares y restaurantes han cerrado y se ha
esfumado el turismo, Matt Larsen, director del Instituto Smithsonian
de Investigaciones Tropicales en Panamá, ha dado rienda suelta a su
sorpresa con este tuit.
“Un
resultado interesante de la falta de humanos en la calle. Anoche vi 3
mapaches (oso lavador) pescando y nadando en el océano frente a mi
apartamento. No he visto esto en mis 6 años aquí. Parecían
bastante envalentonados por la ausencia de nuestra especie”, dice.
En
Lopburi, Tailandia, la falta de comida con que los turistas suelen
obsequiar a los monos locales hace que estos animales estén
permanentemente en disputa para hacerse con las sobras que
encuentran.
Mientras,
zoólogos de la Universidad de Massachusetts estudiarán el grado de
audacia o agresividad con que puedan actuar los coyotes y los zorros
en las ciudades estadounidenses.
El
naturalista Joaquim Araujo sostiene que asistimos a una
“recolonización de los espacios urbanos por especies silvestres”.
Es una paradoja. Los animales, que estaban confinados por
infraestructuras que cuartean sus espacios naturales y les imponen
restricciones en el movimiento, salen de su aislamiento.
Al
resultar confinados los seres humanos, se produce una liberación de
esa fauna salvaje, señala Araujo.
“Nosotros
somos ahora los que estamos atemorizados, y nos encerramos; y con
nuestro miedo lo que hacemos es liberar a quienes nos tenían miedo”.
Araujo
explica que la actual situación demuestra que cuando se frena la
presión urbana (tráfico, ruidos…), “la naturaleza vuelve a
demostrar que tiene una gran capacidad de reacción, tanto para lo
malo como para lo bueno”.
En
esta colonización llevan la delantera las especies- rendija , que
aprovechan cualquier oportunidad para ganar espacios. Este es el
comportamiento que muestran los arácnidos o los dípteros (los
insectos voladores), que saben todos los esos resquicios.
Pero
en ocasiones también los grandes carnívoros encuentran su
oportunidad. De ahí que los leopardos empiezan a mostrare
confortables en las ciudades indias y los zorros se adentran en
Londres (hay más de 1.000), dice Araujo.
“Los
vertebrados, ante este paisaje urbano sosegado, amplían su
territorio en busca de comida”, dice Antoni Alarcón, director del
Zoo de Barcelona. “Cuando en el mundo rural se abandonan los
cultivos agrícolas, se produce una invasión del bosque y se
recuperan especies antiguas. Salvando las distancias, algo parecido
ocurre en pueblos y ciudades ahora”.
Theo
Oberhuber, naturalista de Ecologistas en Acción, cree que aún es
pronto para concluir si se dan cambios reales en el comportamiento de
la fauna.
“Lo
que está pasando es que ahora estamos más atentos y nos fijamos en
la naturaleza más de lo habitual”, opina.
“La
gente tiene ahora más tiempo para ver las aves desde las ventanas;
salimos más al balcón. Detectamos cosas que ante pasaban
inadvertidas”, agrega.
Oberhuber
sostiene que muchos de los fenómenos de acercamiento de la fauna a
las ciudades ya se habían constatado con anterioridad. Nos puede
sorprender la presencia de ave; pero ya estaba ahí. “Lo que ocurre
es que la gente tiene ahora más tiempo para ver la ave desde la
ventanas; salimos más al balcón. Detectamos cosas que ante pasan
inadvertidas”, dice antes de recordar que el cielo e a veces
atravesado por milanos, cernícalos o halcones.
Una
atmósfera más limpia, unida a una menor contaminación acústica
son otros componentes decisivos.
“El
ruido es nuestro estandarte de civilización: el ruido de los
motores, el de la velocidad, el de nuestras máquinas y comodidades.
Si disminuye, es como si se hubieran abatido nuestra señas de
identidad”, dice Araujo. Y lo animales lo saben.
En
realidad, todo se resume de forma fácil en la frase “la vida se
abre camino”. Es una de las sentencias más conocidas de Parque
Jurásico (Steven Spielberg, 1993). La naturaleza se impone en
ocasiones en las situaciones más adversas.
Los
expertos señalan como tras un cambio ecológico brusco (y ya no
digamos si se trata de catástrofe destructiva), la naturaleza tiende
a recuperar el terreno perdido a través de la llamada sucesión
ecológica, una teoría que desarrolló, entre otros, Ramon Margalef,
y que estudia cómo animales y plantas van ocupando esos espacios en
una carrera de colonización.
En
esta sucesión se ha constatado, por ejemplo que en los ecosistemas
de Catalunya, primero, nazcan las pequeñas hierbas, luego los pinos
(que se reproducen a los 15 años) y luego las encinas (40 años),
hasta conformar ecosistemas estables maduros.
Las
personas que han visitado enclaves que han sido pasto de la
destrucción (un bombardeo, un abandono repentino como el que se dio
en Chernobil…) expresan la fascinación que produce la escenografía
lúgubre y desolada que envuelve el lugar; pero aún les llama más
la atención la mágica vitalidad con que se abre paso la naturaleza
entre ruinas.
Por
ejemplo, tras desaparecer los humanos de la ciudad balneario de
Varosha, en Chipre (que huyeron despavoridos tras la guerra
grecochipriota de 1974), lo que más extrañó a los visitantes que
se adentraron en ella al cabo de unos años no fueron las llaves
petrificadas en el mostrador del viejo hotel, las tazas de café
turco lamidas por los ratones o la ropa deshilachada aún en los
tendederos, sino la irrupción de árboles, plantas y animales, y
sobre todo, la fuerza de las flores para hacer pedazos el asfalto.
Alan
Weisman explica ese paisaje en El mundo sin nosotros: Las acacias
brotaban en plena calle, las exuberantes plantas ornamentales se
encaramaban por todas partes, y las diminutas semillas de ciclamen
infiltradas en las grietas del asfalto habían levantado losas
enteras de cemento de la ciudad abandonada.
“Las
casas desaparecen bajo montones de buganvillas de color magenta,
mientras que los lagartos y las serpientes látigo se mueven entre
chumberas y hierbas de dos metros”.
Fuente:
Antonio Cerillo, La fauna recoloniza la ciudad ante el confinamiento por el coronavirus, 24 marzo 2020, La Vanguardia.
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