La
guerra atómica no es una fantasía futurista, sino una cuestión de
los próximos minutos.
por
Jorge Marirrodriga
El
miedo tiene mala fama. La sabiduría judía dice que quien tiene
miedo muere todos los días, y el repertorio popular está plagado de
llamadas a vivir sin miedo. Vale, pero resulta que el miedo es un
mecanismo de defensa que ni siquiera es exclusivamente humano, aunque
lo hayamos -eso queremos creer- racionalizado. Y como todo mecanismo,
el miedo está muy bien si funciona correctamente. Aunque suele
suceder que entonces, cuando está bien llevado, le cambiamos el
nombre: prudencia, cautela… En realidad, ante una situación real o
potencialmente peligrosa, la diferencia entre una persona miedosa y
una prudente suele ser la gestión que cada una hace de ese miedo.
Pero además de por exceso, el miedo puede ser igualmente mal
gestionado por defecto. Vivir sin miedo está muy bien en las
canciones, pero es poco práctico en la realidad porque tiende a
hacer la vida del sujeto bastante más corta. Ante una amenaza real
conviene no quedar paralizado (exceso de miedo), pero es igualmente
imprudente hacer como si no existiera (defecto).
Sin
embargo, resulta que eso es exactamente lo que hacemos en el siglo
XXI respecto al peligro de las armas nucleares. Preferimos ignorarlo.
Peor aún, tendemos a ridiculizarlo. Así, vemos como algo curioso y
exagerado los ejercicios en los colegios de Estados Unidos ante un
ataque nuclear. Los hongos procedentes de las detonaciones nos
remiten a un mundo en blanco y negro lejano del nuestro en
cibercolorines.
En
el mundo hay unas 15.000 bombas nucleares listas para ser utilizadas
en cualquier momento. No en un futuro distópico y apocalíptico,
sino en los próximos minutos. Suena exagerado, ¿verdad? Centrémonos
por ejemplo en la democracia más poderosa del mundo. Lo último que
le cede un presidente de Estados Unidos a su sucesor son los códigos
de lanzamiento de 1.800 bombas nucleares listas para utilizar en el
acto y otras 6.500 utilizables en un plazo relativamente corto. El
presidente no se separa jamás del código porque en el caso de que
los sistemas de Defensa detecten -o peor, crean que detectan- un
ataque, apenas dispone de unos siete minutos para tomar una decisión.
Solo hay dos opciones: dispara sus misiles o no. ¿Qué hará ante el
convencimiento de que millones de sus conciudadanos van a morir en
apenas segundos? ¿Responder con otra oleada de destrucción total o
resignarse? Mejor que nunca tenga ese dilema.
Todas
las potencias nucleares tienen códigos de seguridad similares. No
por bondad, sino para evitar que un accidente nos devuelva a todos a
la Edad de Piedra. El problema es que vivimos una modernización sin
precedentes del arsenal atómico. Los tratados de no proliferación
son considerados un resquicio del pasado y los demás vivimos como si
el peligro nuclear no existiera. Hablamos de cambio climático,
pandemias e inteligencia artificial y, mientras lo hacemos, miles de
personas en todo el mundo están listas para una guerra nuclear en
los próximos minutos. Pero esto se ignora. Tal vez debería volver a
la agenda política. No por miedo, sino por prudencia.
Fuentes:
Jorge Marirrodriga, Un poquito de prudencia nuclear, 24 febrero 2020, El País.
La obra de arte que ilustra esta entrada es "Castle Bravo", del artista Martin Breedlove. La Operación Castle fue una serie de pruebas nucleares de alta energía, que Estados Unidos realizó en el atolón de Bikini en marzo de 1954.
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