sábado, 4 de enero de 2020

El infatigable y admirable compromiso de un ciudadano ejemplar I



Prólogo del libro Silencios y deslealtades, sobre el incidente de Palomares de 1966.

por Salvador López Arnal

Como muchos otros niños y adolescentes de mi generación supe -sin llegar a saber realmente- del accidente militar-atómico de Palomares por las imágenes de un NoDo de 1966. En esas imágenes podía verse a Manuel Fraga, el temible y terrible Ministro de Información y Turismo franquista (formó parte del Consejo de Ministros que ordenó el fusilamiento de Julián Grimau), bañándose en aguas del Mediterráneo andaluz con el embajador norteamericano en España. La narración, las palabras usadas, la propia voz del locutor, intentaban tranquilizar a los espectadores. Nada de qué alarmarse, todo bajo control, ningún peligro en el horizonte o en las proximidades, todo iba bien o incluso muy bien. España seguía yendo muy bien. “Las autoridades” se había bañado sin temor alguno en el lugar donde se había producido “un accidente aéreo” sin importancia. A seguir, pues, a continuar felices -y más alienados y engañados- con las actividades de cada día. La política no era cosa del pueblo trabajador, de los “de abajo”. Para eso ya estaban los que mandaban y querían (y debían) seguir mandando.

La memoria humana, lo sabemos bien, no siempre acuña bien sus monedas. En mi caso y en este asunto, la norma general se verificó de nuevo, si bien parcialmente porque algo pequeño, muy pequeño, quedó en el fondo de mis recuerdos. Colgado de alfileres. A pesar de la intranquilidad y desconfianza que sentí a los 12 años cuando vi aquel reportaje en un cine barcelonés de mi barrio de trabajadores, "el Provençals" le llamábamos; a pesar de la lectura de algunos artículos en la prensa de izquierdas en los años de la transición (en El Viejo Topo y en Servir al pueblo, por ejemplo); a pesar de los comentarios de algunos amigos y compañeros de militancia; a pesar de que la figura de la Duquesa roja no me era desconocida, como tampoco algunas reflexiones de Juan Goytisolo, no logré que Palomares fuera uno de “mis asuntos”, una de mis preocupaciones políticas esenciales en aquellos años.

Pero ahí estaba, ahí seguía la semilla. Tomé verdadera conciencia de las dimensiones de todo aquello años más tarde, muchos después, cuando empecé a tratar con asiduidad a un gran científico franco-barcelonés que ahora no es sólo un gran amigo sino un maestro de los que no se olvidan, de los que nos hacen por dentro. Les hablo de Eduard Rodríguez Farré. En un libro que editamos juntos en 2008, Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente [1], incluimos un capítulo, el noveno, dedicado al accidente atómico almeriense. Lo titulamos así: “Palomares: paz franquista y accidentes nucleares”.

Rodríguez Farré cuenta en ese apartado, yo apenas le acompaño, historias como las siguientes. En 1966, en plena guerra fría, 340 aviones superbombaderos B-52, llamados también por aquel entonces estratofortalezas, aviones de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, de su Mando Aéreo Estratégico (SAC: Strategic Air Command), se mantenían permanentemente en el aire, sobrevolando nuestro planeta. Cada uno de estos B-52 transportaba una carga de cuatro bombas termonucleares de 1,1 megatón, con un poder destructor, por unidad, 75 veces superior a la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. Esta alocada, irracional, arriesgada, costosa y belicista estrategia militar, que situó a la Humanidad al borde del abismo en algunas ocasiones, estaba basada en la supuesta necesidad de estar muy cerca, lo más cerca posible, del hipotético enemigo -la Unión Soviética en aquellos años- en caso de ataque o contraataque nuclear.

Esta línea estratégica ofensiva, explica Rodríguez Farré en nuestro libro, comportaba una estructura militar anexa de apoyo a la aviación norteamericana en todo el planeta. El “patriótico” Estado franquista formaba parte de ella. Recordemos, seguro que no lo hemos olvidado, los acuerdos de 1953 -el “Pacto de Madrid” en el decir de los historiadores de EE.UU.- entre el general golpista Franco y el presidente Eisenhower sobre las bases militares de utilización “conjunta”. El gobierno norteamericano no tuvo problema moral alguno, tampoco político, en acordar alianzas político-militares con un régimen que había sido aliado -y había sido apoyado- por la Italia de Mussolini y la Alemania hitleriana. Los acuerdos con democracias o dictaduras siempre fueron platos de conveniencia y de múltiple interpretación para la diplomacia norteamericana. Como en los momentos que vivimos.

Los B-52 salían cada mañana de la base Seymour Johnson de las fuerzas aéreas (Goldsboro, Carolina del Norte) y se dirigían hacia el este del Mediterráneo, hacia la frontera turco-soviética. Al sobrevolar España en esa dirección, repostaban en vuelo el combustible que les era suministrado por aviones-nodriza de la base aérea de Zaragoza, en un punto situado entre la ciudad aragonesa y la costa mediterránea. Al regresar a Estados Unidos, los B-52 volvían a repostar en nuestro espacio aéreo, pero en esta ocasión el avión nodriza provenía de la base de Morón y la maniobra se realizaba sobre la costa de Almería.

El accidente atómico de 1966 se produjo cuando el B-52 nº 58-256 (Tea 16 era el nombre en clave usado en las comunicaciones por radio) intentaba repostar de regreso a la base de Carolina del Norte. Como consecuencia de un fallo en la maniobra de acoplamiento para el suministro de combustible, colisionaron las aeronaves y, tras ello, se produjo la destrucción y caída del superbombardero y del avión nodriza, al tiempo que se desprendieron las cuatro bombas termonucleares tipo Mark 28 [2], modelo B28FI, que transportaba el B-52. Tres de estas bombas cayeron en tierra y fueron localizadas en cuestión de horas; la cuarta cayó al mar y se tardaron cerca de 80 días en localizarla (apareció a unas 5 millas de la costa).

Dos de las bombas, las que cayeron con sus respectivos paracaídas, se recogieron intactas. La primera cerca de la desembocadura del río Almanzora, la segunda en el mar. Las otras dos lo hicieron sin paracaídas. Se conjetura que la colisión provocó el derrame del combustible del KC-135 (¡más de 83 mil litros!) y su ignición, causando la quema de los paracaídas al pasar por la nube de fuego. De estas dos bombas termonucleares, una cayó en un solar del pueblo, la otra en una sierra cercana.

A causa del choque violento con el suelo y la detonación del explosivo convencional que llevan estas armas como iniciador, se produjo la fragmentación de estas dos bombas, la ignición de parte de su núcleo fundamental y la formación de un aerosol, de una potente nube de finas partículas compuesta por los óxidos de los elementos transuránidos (o transuránicos) constitutivos del núcleo fundamental de la bomba. Asimismo, se liberó, vaporizándose, el tritio (hidrogeno-3, radiactivo beta débil), elemento esencial para la reacción de fusión termonuclear definitoria de este infernal ingenio militar.

Para hacernos una idea, señala Rodríguez Farré en su explicación, la contaminación residual que quedó, ya a finales de los años 80, tanto por los radionúclidos fijados en el suelo como por los existentes en las áreas que no fueron descontaminadas, unas 100 hectáreas en total, fue aproximadamente de 2.500 a 3.000 veces superior a la media depositada en la atmósfera del hemisferio norte por las pruebas atómicas de los años sesenta.

Pues bien, fue en aquellos años, 2006, 2007, mientras preparábamos nuestro libro antinuclear, cuando Eduard me habló de una película de 2003 en la que él participaba, una película titulada: Operación Flecha Rota*, el nombre del plan de contingencia previsto por las Fuerzas Armadas estadounidenses en caso de accidente. El director de la película era para mí, en aquellos momentos, un desconocido: José Herrera Plaza. Eso sí, no me costó mucho concluir al ver su documental la enorme documentación que manejaba y su excelente hacer como director cinematográfico.


Tuve entonces intención de escribirle para felicitarte. No lo hice finalmente, no quise importunarle. Pensé: tendrá mil y un compromisos, no le marees más, no le robes su tiempo.

Pero de nuevo, pocos años después, cuando estábamos escribiendo sobre la hecatombe atómica de Fukushima, Eduard volvió a hablarme de un libro que le había llegado hacía muy poco y que no pudo enseñarme en aquel momento. Su título: Accidente nuclear en Palomares. Consecuencias (1966-2016); su autor, el director del documental.

Esta vez no me corté. Escribí al autor y le sugerí la posibilidad de hacerle una entrevista. Me respondió inmediatamente: no sólo estaba de acuerdo sino que, sin decírmelo, me había enviado un ejemplar de su libro a mi domicilio. ¡Qué regalo, qué gran regalo! ¡Un libro magnífico, impresionante, hermosamente editado, uno de esos libros que conservamos para siempre, como auténticas joyas, pensando en los ciudadanos y ciudadanas del futuro, en “los que vendrán” como dijo Bertolt Brecht!

Continúa en la segunda parte.
  1. El Viejo Topo, Mataró, 2008. Es justo recordar los nombres de los autores del prólogo, presentación, epílogo y notas finales: Santiago Alba Rico, Joan Pallisé, Jorge Riechmann, Joaquim Sempere y Enric Tello. 
  2. Las Mark 28 eran bombas de hidrógeno diseñadas a finales de los años 50, 1958 concretamente. No están en activo desde hace más de 30 años. Su peso variaba según modelo y potencia. El de las de Palomares era superior a una tonelada. 
Salvador López Arnal es co-autor de "Silencios y deslealtades"
Fuente:
Salvador López Arnal, El infatigable y admirable compromiso de un ciudadano ejemplar I, 30 diciembre 2019, El Salto Diario.

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