Prólogo
del libro Silencios y deslealtades, sobre el incidente de Palomares
de 1966.
por
Salvador López Arnal
Como
muchos otros niños y adolescentes de mi generación supe -sin llegar
a saber realmente- del accidente militar-atómico de Palomares por
las imágenes de un NoDo de 1966. En esas imágenes podía verse a
Manuel Fraga, el temible y terrible Ministro de Información y
Turismo franquista (formó parte del Consejo de Ministros que ordenó
el fusilamiento de Julián Grimau), bañándose en aguas del
Mediterráneo andaluz con el embajador norteamericano en España. La
narración, las palabras usadas, la propia voz del locutor,
intentaban tranquilizar a los espectadores. Nada de qué alarmarse,
todo bajo control, ningún peligro en el horizonte o en las
proximidades, todo iba bien o incluso muy bien. España seguía yendo
muy bien. “Las autoridades” se había bañado sin temor alguno en
el lugar donde se había producido “un accidente aéreo” sin
importancia. A seguir, pues, a continuar felices -y más alienados y
engañados- con las actividades de cada día. La política no era
cosa del pueblo trabajador, de los “de abajo”. Para eso ya
estaban los que mandaban y querían (y debían) seguir mandando.
La
memoria humana, lo sabemos bien, no siempre acuña bien sus monedas.
En mi caso y en este asunto, la norma general se verificó de nuevo,
si bien parcialmente porque algo pequeño, muy pequeño, quedó en el
fondo de mis recuerdos. Colgado de alfileres. A pesar de la
intranquilidad y desconfianza que sentí a los 12 años cuando vi
aquel reportaje en un cine barcelonés de mi barrio de trabajadores,
"el Provençals" le llamábamos; a pesar de la lectura de
algunos artículos en la prensa de izquierdas en los años de la
transición (en El Viejo Topo y en Servir al pueblo, por ejemplo); a
pesar de los comentarios de algunos amigos y compañeros de
militancia; a pesar de que la figura de la Duquesa roja no me era
desconocida, como tampoco algunas reflexiones de Juan Goytisolo, no
logré que Palomares fuera uno de “mis asuntos”, una de mis
preocupaciones políticas esenciales en aquellos años.
Pero
ahí estaba, ahí seguía la semilla. Tomé verdadera conciencia de
las dimensiones de todo aquello años más tarde, muchos después,
cuando empecé a tratar con asiduidad a un gran científico
franco-barcelonés que ahora no es sólo un gran amigo sino un
maestro de los que no se olvidan, de los que nos hacen por dentro.
Les hablo de Eduard Rodríguez Farré. En un libro que editamos
juntos en 2008, Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos
de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente [1], incluimos
un capítulo, el noveno, dedicado al accidente atómico almeriense.
Lo titulamos así: “Palomares: paz franquista y accidentes
nucleares”.
Rodríguez
Farré cuenta en ese apartado, yo apenas le acompaño, historias como
las siguientes. En 1966, en plena guerra fría, 340 aviones
superbombaderos B-52, llamados también por aquel entonces
estratofortalezas, aviones de las fuerzas aéreas de los Estados
Unidos, de su Mando Aéreo Estratégico (SAC: Strategic Air Command),
se mantenían permanentemente en el aire, sobrevolando nuestro
planeta. Cada uno de estos B-52 transportaba una carga de cuatro
bombas termonucleares de 1,1 megatón, con un poder destructor, por
unidad, 75 veces superior a la bomba atómica lanzada sobre
Hiroshima. Esta alocada, irracional, arriesgada, costosa y belicista
estrategia militar, que situó a la Humanidad al borde del abismo en
algunas ocasiones, estaba basada en la supuesta necesidad de estar
muy cerca, lo más cerca posible, del hipotético enemigo -la Unión
Soviética en aquellos años- en caso de ataque o contraataque
nuclear.
Esta
línea estratégica ofensiva, explica Rodríguez Farré en nuestro
libro, comportaba una estructura militar anexa de apoyo a la aviación
norteamericana en todo el planeta. El “patriótico” Estado
franquista formaba parte de ella. Recordemos, seguro que no lo hemos
olvidado, los acuerdos de 1953 -el “Pacto de Madrid” en el decir
de los historiadores de EE.UU.- entre el general golpista Franco y el
presidente Eisenhower sobre las bases militares de utilización
“conjunta”. El gobierno norteamericano no tuvo problema moral
alguno, tampoco político, en acordar alianzas político-militares
con un régimen que había sido aliado -y había sido apoyado- por la
Italia de Mussolini y la Alemania hitleriana. Los acuerdos con
democracias o dictaduras siempre fueron platos de conveniencia y de
múltiple interpretación para la diplomacia norteamericana. Como en
los momentos que vivimos.
Los
B-52 salían cada mañana de la base Seymour Johnson de las fuerzas
aéreas (Goldsboro, Carolina del Norte) y se dirigían hacia el este
del Mediterráneo, hacia la frontera turco-soviética. Al sobrevolar
España en esa dirección, repostaban en vuelo el combustible que les
era suministrado por aviones-nodriza de la base aérea de Zaragoza,
en un punto situado entre la ciudad aragonesa y la costa
mediterránea. Al regresar a Estados Unidos, los B-52 volvían a
repostar en nuestro espacio aéreo, pero en esta ocasión el avión
nodriza provenía de la base de Morón y la maniobra se realizaba
sobre la costa de Almería.
El
accidente atómico de 1966 se produjo cuando el B-52 nº 58-256 (Tea
16 era el nombre en clave usado en las comunicaciones por radio)
intentaba repostar de regreso a la base de Carolina del Norte. Como
consecuencia de un fallo en la maniobra de acoplamiento para el
suministro de combustible, colisionaron las aeronaves y, tras ello,
se produjo la destrucción y caída del superbombardero y del avión
nodriza, al tiempo que se desprendieron las cuatro bombas
termonucleares tipo Mark 28 [2], modelo B28FI, que transportaba el
B-52. Tres de estas bombas cayeron en tierra y fueron localizadas en
cuestión de horas; la cuarta cayó al mar y se tardaron cerca de 80
días en localizarla (apareció a unas 5 millas de la costa).
Dos
de las bombas, las que cayeron con sus respectivos paracaídas, se
recogieron intactas. La primera cerca de la desembocadura del río
Almanzora, la segunda en el mar. Las otras dos lo hicieron sin
paracaídas. Se conjetura que la colisión provocó el derrame del
combustible del KC-135 (¡más de 83 mil litros!) y su ignición,
causando la quema de los paracaídas al pasar por la nube de fuego.
De estas dos bombas termonucleares, una cayó en un solar del pueblo,
la otra en una sierra cercana.
A
causa del choque violento con el suelo y la detonación del explosivo
convencional que llevan estas armas como iniciador, se produjo la
fragmentación de estas dos bombas, la ignición de parte de su
núcleo fundamental y la formación de un aerosol, de una potente
nube de finas partículas compuesta por los óxidos de los elementos
transuránidos (o transuránicos) constitutivos del núcleo
fundamental de la bomba. Asimismo, se liberó, vaporizándose, el
tritio (hidrogeno-3, radiactivo beta débil), elemento esencial para
la reacción de fusión termonuclear definitoria de este infernal
ingenio militar.
Para
hacernos una idea, señala Rodríguez Farré en su explicación, la
contaminación residual que quedó, ya a finales de los años 80,
tanto por los radionúclidos fijados en el suelo como por los
existentes en las áreas que no fueron descontaminadas, unas 100
hectáreas en total, fue aproximadamente de 2.500 a 3.000 veces
superior a la media depositada en la atmósfera del hemisferio norte
por las pruebas atómicas de los años sesenta.
Pues
bien, fue en aquellos años, 2006, 2007, mientras preparábamos
nuestro libro antinuclear, cuando Eduard me habló de una película
de 2003 en la que él participaba, una película titulada: Operación
Flecha Rota*, el nombre del plan de contingencia previsto por las
Fuerzas Armadas estadounidenses en caso de accidente. El director de
la película era para mí, en aquellos momentos, un desconocido: José
Herrera Plaza. Eso sí, no me costó mucho concluir al ver su
documental la enorme documentación que manejaba y su excelente hacer
como director cinematográfico.
Tuve
entonces intención de escribirle para felicitarte. No lo hice
finalmente, no quise importunarle. Pensé: tendrá mil y un
compromisos, no le marees más, no le robes su tiempo.
Pero
de nuevo, pocos años después, cuando estábamos escribiendo sobre
la hecatombe atómica de Fukushima, Eduard volvió a hablarme de un
libro que le había llegado hacía muy poco y que no pudo enseñarme
en aquel momento. Su título: Accidente nuclear en Palomares.
Consecuencias (1966-2016); su autor, el director del documental.
Esta
vez no me corté. Escribí al autor y le sugerí la posibilidad de
hacerle una entrevista. Me respondió inmediatamente: no sólo estaba
de acuerdo sino que, sin decírmelo, me había enviado un ejemplar de
su libro a mi domicilio. ¡Qué regalo, qué gran regalo! ¡Un libro
magnífico, impresionante, hermosamente editado, uno de esos libros
que conservamos para siempre, como auténticas joyas, pensando en los
ciudadanos y ciudadanas del futuro, en “los que vendrán” como
dijo Bertolt Brecht!
Continúa
en la segunda parte.
- El Viejo Topo, Mataró, 2008. Es justo recordar los nombres de los autores del prólogo, presentación, epílogo y notas finales: Santiago Alba Rico, Joan Pallisé, Jorge Riechmann, Joaquim Sempere y Enric Tello.
- Las Mark 28 eran bombas de hidrógeno diseñadas a finales de los años 50, 1958 concretamente. No están en activo desde hace más de 30 años. Su peso variaba según modelo y potencia. El de las de Palomares era superior a una tonelada.
Salvador López Arnal es co-autor de "Silencios y deslealtades"
Entrada relacionada:
Silencios y deslealtades. El accidente militar de Palomares, desde la Guerra Fría hasta hoy
Fuente:
Salvador López Arnal, El infatigable y admirable compromiso de un ciudadano ejemplar I, 30 diciembre 2019, El Salto Diario.
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