Un
vistazo a 15 años de intentos por limpiar el río más contaminado
de México revela que el país no cuenta con los medios ni las leyes
para preservar el medioambiente.
por
Steve Fisher y Elisabeth Malkin
EL
SALTO, México - Para cuando el contaminado río Santiago cae en una
cascada a las afueras de Guadalajara, en la zona occidente de México,
la peste parece abarcarlo todo: flota sobre los cultivos, se cuela
dentro de las casas e impregna el agua de la llave.
El
río huele a desperdicios industriales y desagüe, una catástrofe
gestada durante años y que ahora tiene múltiples consecuencias. Los
activistas afirman que las sustancias químicas desechadas por las
fábricas contribuyen a formar una combinación tóxica que ha matado
y enfermado a muchas personas a lo largo del río. Hace poco, el
secretario del Medioambiente y Recursos Naturales dijo que en esa
región se vive un “infierno medioambiental”.
“Este
pueblo es como un Chernóbil en cámara lenta”, se lamentó Enrique
Enciso, cuya casa en El Salto se ubica a solo unas cuadras del río.
Su familia ha luchado desde hace más de una década para lograr que
lo limpien.
Este
río es un ejemplo perfecto del fracaso mexicano en la protección
del medioambiente: un análisis realizado por The New York Times
reveló que quince años de acciones diseñadas para limpiar el río
Santiago han fracasado debido a vacíos legales, financiamiento
insuficiente y falta de voluntad política.
Ahora,
México ha suscrito un amplio pacto comercial con Estados Unidos y
Canadá que incluye el compromiso explícito de conservar el
medioambiente, una disposición esencial para obtener la aprobación
de los demócratas que integran el Congreso estadounidense.
Sin
embargo, varias entrevistas realizadas por el Times con autoridades
federales, estatales y locales, así como con familias que viven en
las riberas del río, demostraron que, a menos que se reforme el
deficiente marco legal mexicano y cambien las condiciones políticas
que permitieron que el río Santiago se convirtiera prácticamente en
un canal de desechos industriales, es muy poco probable que México
logre cumplir las condiciones del acuerdo comercial.
El
caso del río Santiago, que atraviesa el estado de Jalisco, demuestra
a la perfección cuán incapaz ha sido el gobierno de controlar a las
empresas ubicadas en una cuenca importante.
La
Organización de las Naciones Unidas identificó a este río como la
vía navegable más contaminada de México. Fábricas y negocios
agrícolas que impulsan la economía mexicana (y que deberán cumplir
las obligaciones impuestas por el nuevo tratado comercial) descargan
cantidades ilícitas de desechos en su cauce, casi sin ninguna
consecuencia.
Por
ejemplo, las fábricas deben registrar sus propias emisiones y
encargarse de su tratamiento. Un ejercicio de buena fe que los mismos
funcionarios reconocen que no funciona.
Menos
de un tercio de las aguas industriales residuales del país se
someten a tratamiento, según datos de 2017, dijo hace poco la
directora general de la dependencia gubernamental a cargo de los ríos
de México, la Comisión Nacional del Agua (o Conagua) durante un
evento público.
Sí
hay empresas que tratan sus aguas residuales, informó la directora,
Blanca Jiménez. “Pero hay otras que no lo hacen a pesar de tener
los medios económicos. En esos casos, el Estado debe intervenir”.
Pero
el Estado casi nunca lo hace.
Aunque
Conagua es responsable de regular las descargas industriales a los
ríos, solo cuenta con un inspector para todo el estado de Jalisco. E
incluso cuando la dependencia responde, las multas que puede imponer
son demasiado bajas para desalentar la conducta.
En
un ejemplo que consta en documentos obtenidos por el Times, la
empresa Celanese Corp., con sede en Texas, reconoció ante Conagua
que descargó cantidades ilícitas de desechos químicos en trece
ocasiones durante el verano de 2015, incluidos casi 500 kilogramos de
ácido clorhídrico, un compuesto corrosivo. La empresa culpó a las
fuertes lluvias por el derrame, pero Conagua impuso una multa de 4300
dólares.
La
Procuraduría Federal de Protección al Ambiente también cuenta con
facultades para inspeccionar las aguas residuales industriales, pero
casi nunca lo hace. En el estado de Jalisco, los inspectores
visitaron 73 empresas en un plazo de cinco años (2013-2018) para
revisar las descargas de agua. Se calcula que unas 10.000 empresas,
desde negocios familiares hasta empresas estatales de energía y
grandes multinacionales, operan en la cuenca del río Santiago en
Jalisco.
Los
funcionarios mexicanos saben desde hace varios años que el río
Santiago sufre una terrible contaminación. En 2008, un niño de 8
años, Miguel Ángel López Rocha, cayó accidentalmente en un
afluente del río Santiago. Aunque logró salir con vida, para la
hora de la cena sufría convulsiones y episodios de vómito. Murió
unos días después por envenenamiento con arsénico causado por el
río, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Su
muerte atrajo la atención de todo el país a los niveles de
contaminación del río, por lo que el estado encargó un estudio. El
informe correspondiente, emitido en 2011 por el Instituto Mexicano de
Tecnología del Agua, reveló que el río contenía niveles elevados
de arsénico, plomo, cadmio, cianuro, mercurio y níquel.
Dos
años después, una comisión establecida conforme al primer Tratado
de Libre Comercio para América del Norte estudió la contaminación
del río Santiago y el cercano lago de Chapala a solicitud de las
comunidades locales. Descubrió fallas en el monitoreo y los sistemas
de protección, así como pocas pruebas de “la supuesta
implementación de un plan de restauración ecológica” para la
región.
El
problema fue que ese acuerdo, el Tratado de Libre Comercio para
América del Norte, conocido como TLCAN, no contenía ninguna
disposición relativa a multas para estos casos.
En
2017, el estado de Jalisco, en colaboración con la Universidad
Nacional Autónoma de México, estudió de nuevo el río y determinó
que su condición era “crítica”, pues los niveles de muchos
contaminantes violaron en varias ocasiones los límites permitidos.
“En
mi opinión, el río Santiago es una de las historias más
vergonzosas, más terribles, de Jalisco y de México”, declaró el
gobernador, Enrique Alfaro.
Después
de asumir el cargo hace un año, Alfaro visitó el puente construido
sobre la cascada que se ha convertido en símbolo de la contaminación
del río y se comprometió a atacar el problema. Fue una promesa muy
arriesgada, dado que cuenta con facultades y recursos limitados.
Los
reglamentos vigentes en México son anticuados y están plagados de
vacíos legales.
México
reformó su legislación ambiental y creó nuevas dependencias
nacionales después de que el TLCAN original de 1994 puso en la mira
internacional cuán laxos eran sus estándares.
No
obstante, ese impulso se disipó con gran rapidez cuando México se
dedicó a atraer inversiones. Un cuarto de siglo después, los
reglamentos mexicanos, en general, permiten que las fábricas
descarguen más contaminantes en el agua y el aire de lo que se
permite en Estados Unidos.
No
existen límites para el número de fábricas autorizadas a descargar
desechos en un río. La legislación no incluye algunas sustancias
químicas orgánicas, como los pesticidas, así como muchos metales
pesados, según Elizabeth Southerland, experta en materia de agua que
trabajó en la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos y
realizó un análisis de las normas mexicanas.
La
investigadora añadió que las normas son “totalmente inadecuadas
para proteger la vida acuática y la salud humana”.
Las
dependencias a cargo de verificar el cumplimiento de la ley cuentan
con recursos escasos y muy poco apoyo político, por lo que no tienen
presencia suficiente para imponerse a la industria en expansión del
país y a la creciente población. Una propuesta de ajuste a los
límites para las aguas residuales no ha logrado ningún avance, ya
que fue bloqueada por el cabildeo de la industria, según Luis
Esparza, abogado ambiental, y funcionarios de Conagua.
“La
legislación está diseñada para normalizar las actividades
contaminantes y darles el sello de aprobación legal”, explicó
Cindy McCulligh, experta ambiental de la Universidad Autónoma de
Zacatecas que se dedica a estudiar las causas que han provocado la
contaminación del río Santiago. “Por otra parte, tenemos la
ausencia total de inspecciones, así que se genera un ambiente de
impunidad todavía mayor”.
Cuando
el gobernador Alfaro les pidió ayuda a los funcionarios federales,
le informaron que no había ni un solo peso disponible. El
presupuesto federal para el medioambiente se ha reducido más de la
mitad con respecto a la asignación de hace cinco años.
Sin
ayuda del gobierno federal, Alfaro suscribió en agosto un convenio
con las fábricas locales, en el cual las empresas hicieron constar
su compromiso voluntario de respetar las reglas.
El
gobierno “no tiene la capacidad de garantizar que todos respetemos
la ley”, afirmó Rubén Masayi González, coordinador del Consejo
de Cámaras Industriales de Jalisco en ese momento.
En
teoría, las autoridades municipales también tienen el poder de
revisar a los que contaminan: tienen el control de la zonificación y
las emisiones en el sistema municipal de desagüe. Pero en la
práctica tienen un prespuesto exiguo y poca capacidad técnica y son
el eslabón más débil al momento de hacer cumplir las regulaciones.
Esto
es lo que descubrió Carlos Maldonado, un exagricultor de trigo,
cuando postuló a alcalde de Poncitlán, un municipio
mayoritariamente rural que se encuentra río arriba, donde el
Santiago rodea Guadalajara.
Durante
décadas había visto cómo se iban formando montañas de espuma en
los canales de irrigación que acarreaban agua del río hacia sus
cultivos. Después los peces desaparecieron del río y la tierra
quedó yerma.
En
sus primeros días en el cargo, en 2010, decidió auditar a las
empresas locales.
Le
pidió a una planta química propiedad de Celanese, uno de los
principales empleadores en Poncitlán, un reporte de sus emisiones.
La planta operaba en Jalisco desde los años 40 pero cerró a finales
de octubre debido, dijeron, a las condiciones del mercado.
Celanese
le dijo a Maldonado que el pedido estaba fuera de su autoridad, contó
Maldonado. Así que él les negó la licencia de operación como una
forma de contrapeso.
Cuando
el alcalde se negó a ceder, Celanese contactó al gobernador del
estado. Después de una reunión entre funcionarios estatles y
locales con los abogados de Celanese, Maldonado desistió.
Un
vocero de Celanese, W. Travis Jacobsen, dijo que el alcalde no tenía
motivo para retener licencias ni permisos porque la empresa jamás
recibió un citatorio por irregularidades.
José
Chedid Abraham, exdirector de Conagua para la cuenca del río
Santiago, señaló que las leyes de protección contra la
contaminación no son efectivas.
“Cada
agencia se encarga de la pequeña parte que le corresponde”,
comentó. “Eso deja mucho espacio de maniobra para que las empresas
contaminantes puedan seguir contaminando”.
Esta
situación bien podría cambiar con la entrada en vigor del nuevo
tratado comercial, aseveró Gustavo Alanís, director del Centro
Mexicano de Derecho Ambiental, una de las principales organizaciones
ambientales de México.
Las
modificaciones a la ley que el Congreso estadounidense añadió para
aprobar el acuerdo incluyen una medida que exige a México corregir
cualquier falla en el cumplimiento de la ley para evitar multas.
“Podría
ser una señal importante”, indicó Alanís, y agregó que la
medida por lo menos le dio “dientes de leche” al acuerdo.
“Siempre hemos querido que haya mecanismos para exigir el
cumplimiento de la ley”.
Pero
después de años de activismo, las comunidades a lo largo del río
tienen poca esperanza de que las cosas cambien.
La
familia Enciso ha estado presionando al gobierno para que actúe
desde hace más de una década. En ese tiempo han visto cómo sus
vecinos sufren de enfermedades renales, afecciones respiratorias y
salpullido en la piel. Otros, dice la familia, han desarrollado
cáncer, dijo la familia, y muchos creen que el río tiene la culpa.
“Ahora
vemos de qué tamaño es el monstruo” dijo Graciela González, la
esposa de Enciso, que tiene 58 años.
Enciso
agregó: “El gobierno anda caminando de la mano con los culpables”.
Fuente:
Steve Fisher, Elisabeth Malkin, ‘Un Chernóbil en cámara lenta’, 1 enero 2020, The New York Times. Consultado 4 enero 2019.
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