Aunque
las centrales nos garantizan la seguridad suficiente, los ejemplos
Chernóbil o Fukushima muestran lo contrario.
por
Montero Glez
El
26 de abril de 1986, cuando aún no había amanecido, explotó el reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil, dando lugar a
un desastre medioambiental de mal arreglo. Según los informes, la
explosión fue 500 veces más mortífera que la bomba de Hiroshima.
Poco
tiempo después de la catástrofe, rondando los años 90, la
profesora americana Kate Brown se fue a vivir a Moscú. Según sus
propias palabras, vivió en la capital rusa “sin prestar atención”
al suceso de Chernóbil, engañándose a sí misma; dando por hecho
que la sociedad a la que pertenecía, garantizaba las medidas de
seguridad suficientes como para no poner en duda que el aire que
respiraba venía libre de poso radiactivo.
Como
la mayoría de las personas, Kate Brown no desconfiaba de las
palabras de los Gobiernos al respecto. Para ella, como para la mayor
parte de occidentales que visitaban la Europa oriental, la dimensión
real de la catástrofe tan sólo era propaganda para atemorizar a la
población, rumores de los activistas y material poco fiable. Por
aquel tiempo, Kate Brown preparaba la investigación para su primer
libro, dedicado al crisol de culturas que convivían en la frontera
entre Rusia y Polonia, en un “no lugar” al que ella vivió
entregada mientras revolvía los archivos ucranianos de Kiev y
Zhytomir.
Con
el tiempo, Brown se daría cuenta del alcance de la catástrofe que
había infravalorado, tomando conciencia ecológica y convirtiéndose
en una activista contra las centrales nucleares. Su último trabajo
así lo demuestra. Se titula Manual de supervivencia (Capitán Swing)
y se trata del libro donde Kate Brown denuncia las decisiones
irreparables que se tomaron en el momento de la explosión. Resulta
paradójico saber cómo los líderes soviéticos se apresuraron para
hacer que la central nuclear de Chernóbil siguiese en activo después
de la catástrofe, como si ponerla de nuevo a funcionar fuese a dar
seguridad a las poblaciones cercanas al perímetro radiactivo. “Quien
diga que los líderes soviéticos no eran capitalistas, se equivoca”,
apunta Kate Brown en el prólogo de su libro.
Luego
están los folletos informativos que distribuyó el Ministerio de
Salud ucraniano, pocos meses después del desastre de Chernóbil. Por
un lado, según informaban, no había peligro, pero, a continuación,
empezaban las advertencias o -mejor- las amenazas del tipo: “Evitad
las setas y los frutos silvestres recolectados durante el presente
año, así como el consumo de verduras frescas, carne y leche de
vaca”. De la misma manera que la tecnología que se nos presenta
como infalible a veces falla, la palabra escrita de los folletos
informativos a veces manifiesta la doble moral de quien los ha
mandado imprimir.
Desde
el accidente de Kyshtym en la planta nuclear de Mayak, a finales de
septiembre de 1957 y que la URRS tuvo oculto durante décadas, desde
aquella catástrofe, donde un tanque que almacenaba decenas de miles
de toneladas de desechos nucleares causó una explosión, hasta el
último ocurrido en Fukushima en el año 2011, surgen voces que nos
informan de que, a pesar de los accidentes, la energía nuclear es la
opción más limpia que existe hasta la fecha.
Con
todo, tal y como refuta Kate Brown en su libro, los representantes de
organizaciones defensoras de la energía nuclear siempre habían
marcado una línea de sombra, una frontera entre los reactores para
producir bombas destinados a la defensa militar y los reactores
destinados a proveer energía a la población. Que explotase por
accidente un reactor en la central de Chernóbil en el que también
se fabricaba plutonio para los núcleos de las bombas letales, hacía
que tal frontera se diluyera, al igual que se diluyó el crisol de
razas del “No-lugar” del que Kate Brown hablaba en su primer
libro. El mosaico cultural se extinguió en la región, culpa de la
purificación étnica promovida por Hitler y finalizada por el
nacionalismo ucraniano.
De
la misma manera que Kate Brown curioseó en las personalidades y las
pequeñas historias de la vida cotidiana para elaborar su Biografía
del No-lugar, en este nuevo libro curiosea en las distintas
personalidades que viven en zonas contaminadas por la explosión de
Chernóbil, así como en las personas que, desde un primer momento,
se entregaron a la ayuda de los afectados, rompiendo el silencio
formado alrededor del suceso.
La
lectura de este libro provoca la siguiente pregunta: “¿Por qué
tras Mayak, Chernóbil, o Fukushima, las sociedades se comportan
igual que lo hacían antes de ocurrir los desastres?"
El
hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de
prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para
manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de
conocimiento.
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Turismo
en la central
La
central de Chernóbil nació para producir energía nuclear y acabó
viviendo del turismo.
Entre
medias, uno de sus reactores explotó, dejando altos índices de
radiactividad en forma de nube tóxica; un cúmulo de desechos
-altamente peligrosos- que se extendió finalmente por todo el
planeta.
Hoy
en día, dicho reactor -el número cuatro- se encuentra dentro de un
sarcófago blindado. Con todo, la gente que se acerca de visita, ha
de preservarse con trajes especiales. Las medidas de seguridad
impuestas a los turistas manifiestan que la radiactividad sigue
presente; que es incontenible a pesar de la coraza.
Lo
que llama la atención es el incremento turístico desde el estreno
de la serie Chernobyl, cuya localización ha servido de señuelo para
activar los viajes organizados al centro del desastre. Ya sabemos
que, en nuestro sistema económico, todo lo que es rentable es bueno
y, por lo mismo, la central nuclear de Chernóbil nunca fue mala.
Porque
las centrales nucleares se montan en lugares donde la población
sufre urgencia económica. De esta manera, las personas se sienten
muy agradecidas por los puestos de trabajo que se ofrecen.
En
definitiva, la central nuclear de Chernóbil es una de esas cosas
nacidas con mala intención que acaban viviendo de forma lamentable.
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Fuentes:
Montero Glez, ¿Nuclear? No, gracias, 24 noviembre 2019, El País. Consultado 26 noviembre 2019.
La obra de arte que ilustra esta entrada es “Kwietniowy marsz”, 2011, acrílico sobre lienzo 92 × 73 cm, de Katja Lindblom.
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