martes, 26 de noviembre de 2019

¿Nuclear? No, gracias


Aunque las centrales nos garantizan la seguridad suficiente, los ejemplos Chernóbil o Fukushima muestran lo contrario.

por Montero Glez

El 26 de abril de 1986, cuando aún no había amanecido, explotó el reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil, dando lugar a un desastre medioambiental de mal arreglo. Según los informes, la explosión fue 500 veces más mortífera que la bomba de Hiroshima.

Poco tiempo después de la catástrofe, rondando los años 90, la profesora americana Kate Brown se fue a vivir a Moscú. Según sus propias palabras, vivió en la capital rusa “sin prestar atención” al suceso de Chernóbil, engañándose a sí misma; dando por hecho que la sociedad a la que pertenecía, garantizaba las medidas de seguridad suficientes como para no poner en duda que el aire que respiraba venía libre de poso radiactivo.

Como la mayoría de las personas, Kate Brown no desconfiaba de las palabras de los Gobiernos al respecto. Para ella, como para la mayor parte de occidentales que visitaban la Europa oriental, la dimensión real de la catástrofe tan sólo era propaganda para atemorizar a la población, rumores de los activistas y material poco fiable. Por aquel tiempo, Kate Brown preparaba la investigación para su primer libro, dedicado al crisol de culturas que convivían en la frontera entre Rusia y Polonia, en un “no lugar” al que ella vivió entregada mientras revolvía los archivos ucranianos de Kiev y Zhytomir.

Con el tiempo, Brown se daría cuenta del alcance de la catástrofe que había infravalorado, tomando conciencia ecológica y convirtiéndose en una activista contra las centrales nucleares. Su último trabajo así lo demuestra. Se titula Manual de supervivencia (Capitán Swing) y se trata del libro donde Kate Brown denuncia las decisiones irreparables que se tomaron en el momento de la explosión. Resulta paradójico saber cómo los líderes soviéticos se apresuraron para hacer que la central nuclear de Chernóbil siguiese en activo después de la catástrofe, como si ponerla de nuevo a funcionar fuese a dar seguridad a las poblaciones cercanas al perímetro radiactivo. “Quien diga que los líderes soviéticos no eran capitalistas, se equivoca”, apunta Kate Brown en el prólogo de su libro.

Luego están los folletos informativos que distribuyó el Ministerio de Salud ucraniano, pocos meses después del desastre de Chernóbil. Por un lado, según informaban, no había peligro, pero, a continuación, empezaban las advertencias o -mejor- las amenazas del tipo: “Evitad las setas y los frutos silvestres recolectados durante el presente año, así como el consumo de verduras frescas, carne y leche de vaca”. De la misma manera que la tecnología que se nos presenta como infalible a veces falla, la palabra escrita de los folletos informativos a veces manifiesta la doble moral de quien los ha mandado imprimir.

Desde el accidente de Kyshtym en la planta nuclear de Mayak, a finales de septiembre de 1957 y que la URRS tuvo oculto durante décadas, desde aquella catástrofe, donde un tanque que almacenaba decenas de miles de toneladas de desechos nucleares causó una explosión, hasta el último ocurrido en Fukushima en el año 2011, surgen voces que nos informan de que, a pesar de los accidentes, la energía nuclear es la opción más limpia que existe hasta la fecha.

Con todo, tal y como refuta Kate Brown en su libro, los representantes de organizaciones defensoras de la energía nuclear siempre habían marcado una línea de sombra, una frontera entre los reactores para producir bombas destinados a la defensa militar y los reactores destinados a proveer energía a la población. Que explotase por accidente un reactor en la central de Chernóbil en el que también se fabricaba plutonio para los núcleos de las bombas letales, hacía que tal frontera se diluyera, al igual que se diluyó el crisol de razas del “No-lugar” del que Kate Brown hablaba en su primer libro. El mosaico cultural se extinguió en la región, culpa de la purificación étnica promovida por Hitler y finalizada por el nacionalismo ucraniano.

De la misma manera que Kate Brown curioseó en las personalidades y las pequeñas historias de la vida cotidiana para elaborar su Biografía del No-lugar, en este nuevo libro curiosea en las distintas personalidades que viven en zonas contaminadas por la explosión de Chernóbil, así como en las personas que, desde un primer momento, se entregaron a la ayuda de los afectados, rompiendo el silencio formado alrededor del suceso.

La lectura de este libro provoca la siguiente pregunta: “¿Por qué tras Mayak, Chernóbil, o Fukushima, las sociedades se comportan igual que lo hacían antes de ocurrir los desastres?"

El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.

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Turismo en la central

La central de Chernóbil nació para producir energía nuclear y acabó viviendo del turismo.

Entre medias, uno de sus reactores explotó, dejando altos índices de radiactividad en forma de nube tóxica; un cúmulo de desechos -altamente peligrosos- que se extendió finalmente por todo el planeta.

Hoy en día, dicho reactor -el número cuatro- se encuentra dentro de un sarcófago blindado. Con todo, la gente que se acerca de visita, ha de preservarse con trajes especiales. Las medidas de seguridad impuestas a los turistas manifiestan que la radiactividad sigue presente; que es incontenible a pesar de la coraza.

Lo que llama la atención es el incremento turístico desde el estreno de la serie Chernobyl, cuya localización ha servido de señuelo para activar los viajes organizados al centro del desastre. Ya sabemos que, en nuestro sistema económico, todo lo que es rentable es bueno y, por lo mismo, la central nuclear de Chernóbil nunca fue mala.

Porque las centrales nucleares se montan en lugares donde la población sufre urgencia económica. De esta manera, las personas se sienten muy agradecidas por los puestos de trabajo que se ofrecen.

En definitiva, la central nuclear de Chernóbil es una de esas cosas nacidas con mala intención que acaban viviendo de forma lamentable.

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Fuentes:
Montero Glez, ¿Nuclear? No, gracias, 24 noviembre 2019, El País. Consultado 26 noviembre 2019.
La obra de arte que ilustra esta entrada es “Kwietniowy marsz”, 2011, acrílico sobre lienzo 92 × 73 cm, de Katja Lindblom.

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