Svieta Volochay tenía 12 años cuando ocurrió la catástrofe de Chernóbil. Ha visto a familiares y amigos enfermarse y morir por las secuelas de la radiación, pero permanece en la pequeña localidad de Orane, ubicada al borde de la zona de exclusión, uno de los lugares más contaminados. Así ha sido su vida tras la tragedia nuclear.
"Todavía
hay radiación en nuestra aldea, perdemos familiares, vivimos con
dolor y estamos solos". Es el lamento de Svieta Volochay, una de
las supervivientes del accidente de la central nuclear ucraniana de
Chernóbil, ocurrido hace 33 años, en la época de la Unión
Soviética (URSS).
Esta
maestra de la pequeña localidad de Orane, en Ucrania, tenía doce
años entonces, en la madrugada del 26 de abril de 1986, cuando se
produjo la catástrofe.
La
explosión de un reactor causó el mayor accidente nuclear de la
historia. Según los expertos ucranianos, la catástrofe se cobró la
vida de más de 100.000 personas en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, que
entonces eran repúblicas de la URSS, aunque organizaciones
ecologistas, como Greenpeace, elevan los muertos a 200.000.
Volochay
reside aún en esta aldea, ubicada al borde de la zona de exclusión
de 30 kilómetros a la redonda que el Ejército estableció tras el
siniestro por orden del Gobierno soviético.
En
los años 90 ingresó en la asociación española Chernóbil
Elkartea, de la región del País Vasco (norte), una entidad sin
ánimo de lucro que organiza regularmente programas de acogida en
España de jóvenes de aquella zona ucraniana.
Tras
una estancia de dos meses en España, el sistema inmunológico de
estas personas "mejora mucho", comenta la superviviente en
declaraciones a Efe.
El
lugar donde vive, según explica, fue uno de los más contaminados
porque los militares que trabajaban en Chernóbil iban al pueblo y
ellos, "sus coches y pertenencias estaban envenenados con
radiactividad".
Sin
embargo, ella tomó la decisión de no abandonar el lugar para apoyar
la iniciativa de la asociación vasca y "dar un futuro a los
jóvenes, que son los que más problemas de salud tienen por culpa de
la radiación".
Recuerda
que la semana posterior al accidente transcurrió "con una falsa
tranquilidad", como si no hubiera sucedido nada importante,
hasta que un día en el colegio explicaron a los alumnos en qué
consistía la radiación. Les aconsejaron cerrar las ventanas de
casa, cegar los pozos y tomar pastillas de yodo.
Meses
más tarde llegó la orden de que debían evacuar la aldea y hacer
una revisión médica de cada miembro de la familia.
"A
mi hermana le detectaron una cantidad de cerca de 800 roentgens/hora,
cuando la dosis (de radiación) considerada normal en el ser humano
es de 0,02", precisa.
A
partir de entonces, los niños empezaron a escuchar cómo los adultos
les daban una esperanza de vida de dos años: "Planeamos cómo
vivir nuestros últimos días... Yo estaba muy enfadada ante la
perspectiva de que no podría terminar mis estudios en la escuela",
relata.
En
cierto momento, añade, "nos acostumbramos a vivir con la
incertidumbre, sin saber cuándo nos detectarían algo malo a cada
uno". Entonces, el cáncer empezó a afectar a toda su familia.
"Solo
los liquidadores de primera categoría reciben todavía 327 grivnas",
unos once euros, comenta en alusión a quienes trabajaron en lugar en
los primeros momentos para minimizar los efectos de la tragedia.
Y
eso a pesar de que "en cada hogar tenemos, como mínimo, un
familiar con cáncer", pero hay personas sin dinero para pagar
el tratamiento.
En
la actualidad el aire de la región no está tan contaminado, pero
"el problema sigue en la tierra, sobre todo en especies como las
setas", lo que imposibilita cultivar alimentos sanos.
Pesimista,
Volochay explica que, según algunos expertos, tendrán que esperar
"300 años para que la radiactividad desaparezca, así que para
nosotros el problema nunca terminará".
Esta
maestra ha unido su testimonio a la campaña antinuclear de
Greenpeace, porque la energía nuclear es "peligrosa",
argumenta, la radiación no tiene fronteras y la salud debe estar por
encima del interés económico. "Nos creemos dioses y no lo
somos", concluye.
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Fuente:
Muerte y abandono, la herencia de Chernóbil a los supervivientes, 29 junio 2019, El Espectador.
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