Kate Moore
reconstruye en ‘Las chicas del radio’ la tragedia de las mujeres
que hace un siglo murieron por trabajar con el elemento tóxico en la
fabricación de relojes fluorescentes.
Cuando Catherine
Wolfe Donohue llegó al almacén de la Radium Dial Company, en
Illinois, a finales de la Primera Guerra Mundial, no podía ser más
feliz. Para una obrera joven, de apenas 18 años, no había mejor
trabajo que pintar esferas en los relojes de la compañía. Se
trataba de una labor muy puntillosa, que requería precisión y buen
pulso, pero se pagaba bien, a tanto por esfera pintada. Y lo mejor:
le permitía trabajar con radio, el nuevo elemento de moda. Solo
había que impregnar el pincel en la pintura, mojarse los labios en
él, como aconsejaban los jefes, y ponerse a trabajar.
El radio era por
entonces el símbolo de la sofisticación y el buen gusto, sinónimo
del lujo y del progreso. A todo se le añadía: a los aparatos de
radio, a la mantequilla, ¡incluso al agua! Se trataba como un
tonificante milagroso. Por su novedad, se le conferían propiedades
casi mágicas. Las chicas que entraban a trabajar en empresas de
pinturas que contenían radio adquirían una sofisticación que no
era solamente simbólico: al estar en contacto con las partículas de
radio, su piel, su pelo y su ropa brillaban, como luciérnagas
fosforescentes en la oscuridad. Así las llamaban: las muchachas
luminosas. Tan solo veinte años más tarde, serían conocidas como
el Escuadrón de las muertas vivientes. Los centenares de mujeres que
trabajaron para estas compañías, caían, envenenadas, con tumores y
dolores terribles, primero en la boca y más tarde en los huesos, una
tras otra. Todas murieron. También Wolfe Donohue.
Esta es la
historia que cuenta la periodista Kate Moore en Las chicas del radio
(Capitán Swing), en la estela de publicaciones que pretenden dar a
conocer la importante labor que desarrollaron muchas mujeres en la
historia de la ciencia, y que es apenas conocida.
Pero no solo es
un libro científico. Es notable la investigación histórica que
arroja algo de luz a cómo la experimentación con nuevos materiales
se ha cobrado infinidad de vidas. En este caso, la ingenua y
persistente idea del progreso científico como noción positivista,
aplastante y sin fisuras se pone en tela de juicio a lo largo de los
años treinta, cuando los investigadores comienzan a entender que el
radio no es la piedra filosofal, sino un elemento altamente tóxico,
que penetraba en los huesos de estas mujeres como el calcio. Sus
huesos, repletos de este elemento, emitían radiación desde su
interior.
Las chicas del
radio también pone de relieve la acción colectiva que desarrollaron
estas mujeres cuando se dieron cuenta de que algo no iba bien, y que
nadie se quería hacer responsable de sus ya seguras muertes. Las
muertas vivientes, en realidad mujeres aún jóvenes y moribundas, se
asociaron para demostrar que había algo que las estaba matando y que
sin duda tenía que ver con su contacto directo con el radio.
El libro describe
las malas praxis laborales a las que fueron obligadas y que
demuestran la falta de protección de las obreras: a ellas se les
sometía a contacto directo con el elemento, pero los técnicos de
laboratorio de las mismas empresas sí tomaban precauciones para
protegerse. También incide en la tenacidad de ellas: las que
quedaban vivas en 1938 demandaron a las dos compañías responsables
de su contratación -Radium Dial Company y United States Radium
Corporation- y, tras larguísimos y degradantes procesos
judiciales, ganaron la batalla. Pese a todo, la mayoría fueron
repudiadas por sus comunidades. Hasta finales de los sesenta,
descubrió Moore, muchos de sus compañeros de las fábricas seguían
manteniendo que mentían y que murieron por sífilis.
Moore realiza un
excelente trabajo de investigación que mezcla las historias
personales de una gran cantidad de mujeres con el conocimiento
científico y médico. Y traza la huella del radio y la importancia
de la demanda de esas desconocidas chicas del radio para los derechos
de los trabajadores. Poco tiempo más tarde, en el conocidísimo
Proyecto Manhattan, que trabajaría con plutonio para desarrollar las
primeras armas nucleares en la Segunda Guerra Mundial, los
científicos extremarían las precauciones.
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