Reducir el uso de
este material se ha convertido en la principal batalla medioambiental
junto a la del cambio climático. Consumidores, instituciones y
empresas empiezan a tomar medidas.
por Silvia Blanco
El cachalote
hallado en una playa de Murcia en febrero llevaba muerto unos 15 días. Fue en el cabo de Palos, cerca del faro. En las fotos que
hicieron los equipos de rescate se lo ve junto a la orilla solo,
enorme, fuera de lugar. Un tractor lo remolcó a tierra. Lo midieron,
lo pesaron. Trasladaron sus 6.520 kilos a un almacén. Diez metros de
mamífero inerte quedaron en el suelo. Un equipo del Centro de Recuperación de la Fauna Silvestre El Valle practicó la necropsia.
Lo colocaron de lado y empezaron a cortar. Usaron sierras, cuchillos
y hachas. Con ese estado de descomposición, explica Fernando
Escribano, uno de los veterinarios que participaron en la operación,
no esperaban averiguar gran cosa. La idea era obtener muestras de sus
órganos para analizarlas. Pero mientras avanzaban a través de la
carne y la grasa, prácticamente metidos dentro del animal,
encontraron que todo el aparato digestivo, desde los estómagos al
recto, estaba lleno de plástico. Sacaron de su interior 29 kilos de
bolsas, sacos de rafia, cuerdas, un trozo de red, un bolso de playa y
un bidón. Limpiaron y clasificaron el material. Al terminar, se
quedaron con una causa de muerte clara, la ropa apestada de olor a
grasa rancia y una persistente sensación de tristeza.
“Se atracó de
plástico, y además tuvo la mala suerte de comerse un bidón. No fue
capaz de expulsarlo y eso provocó un tapón que le colapsó el
sistema digestivo”, relata Escribano. Pudo morir por la obstrucción
o porque esos materiales le perforaran el intestino. El cachalote
debería haber pesado el doble para su edad. Pasaba hambre con la
tripa llena de plástico. Calcularon que era un adolescente, que
debía tener 15 años de los 70 que puede llegar a vivir esta
especie, habituada a sumergirse a gran profundidad para pescar calamares. “Él intentaba alimentarse, en uno de los estómagos
tenía unos picos de calamar, pero muy poquitos. Es la peor muerte
que hay”. De los 2.500 animales vivos que pasan cada año por el
centro de recuperación, las más afectadas por el plástico son las
tortugas bobas. “Es la principal causa de ingreso de esa especie,
bien por ingestión, bien porque se les enredan las aletas en
estructuras plásticas. Algunas llegan amputadas”, cuenta. “Antes
el problema era la pesca, ahora es el plástico”.
Lejos de la
playa, el acto cotidiano de volver a casa del supermercado y colocar
la compra en su sitio empieza a tener algo de perturbador para cada
vez más ciudadanos. Ambos escenarios están conectados por el mismo
desastre, el de los 150 millones de toneladas de plástico que se
estima que hay en los océanos y cuyo peso, para 2050, será mayor
que el de los peces, según una conocida proyección de la Fundación Ellen McArthur, dedicada a promocionar una economía circular que
rompa la cadena de usar y tirar. Ese ejercicio de contemplar la
cantidad de envoltorios, bolsas y botes colocados sobre la mesa de la
cocina da la idea de la asombrosa capacidad que tiene un solo hogar
de generar desechos plásticos. El problema se agrava si se tiene en
cuenta que, a escala mundial, solo se ha reciclado el 9 % de todo el material que se ha producido. Una de las principales razones es que
es más fácil y barato fabricarlo que reciclarlo.
En los últimos
tres años, el plástico ha entrado de lleno en la agenda política
internacional y en la de las multinacionales, que empiezan a notar la
presión ciudadana para que minimicen la producción o eliminen el
plástico de usar y tirar. La Comisión Europea presentó a finales
de mayo su estrategia para reducir la contaminación por plástico,
que deberán aprobar los países. Los palillos de los oídos, los
platos y cubiertos de ese material estarán prohibidos para ser
sustituidos por alternativas sostenibles.
Estas medidas,
que también prevén que la industria se responsabilice en parte de
la limpieza y reciclaje de la basura plástica que genera, son solo
el principio de una solución a un problema complejo y global. El
giro hacia una economía circular, en el que se reutiliza o se
recicla casi todo el material, está todavía gestándose, igual que
el establecimiento de sistemas de reciclaje eficaces en países que
encabezan la lista de los que más plástico vierten al mar, como China, Indonesia y Filipinas.
La actitud de los
consumidores, entre tanto, empieza a cambiar las cosas. El caso de
las bolsas es una prueba clara. A partir del 1 de julio se cobrará por ellas en los comercios -una medida procedente de la UE que
España está obligada a aplicar-, y algunas empresas ya perciben
que es necesario ir más allá, como la cadena alemana de
supermercados Lidl, que directamente las suprimirá de todos sus establecimientos antes de final de año. El 87 % de los europeos está
preocupado por el impacto medioambiental del plástico, según un
Eurobarómetro sobre el tema publicado en 2017. Pero eso todavía no
se traduce de forma masiva en un cambio de comportamiento en la vida
cotidiana. La montaña de envoltorios sobre la mesa de la cocina
sigue ahí, y luego, en el mejor de los casos, se tira a un
contenedor específico.
Pero ¿podemos
vivir sin plástico? La respuesta corta es no. Desde que su uso
empezó a generalizarse, en los años cincuenta, este material está
por todas partes: desde componentes para los automóviles hasta
juguetes, muebles de oficina, máquinas de diagnóstico médico,
botes de detergente y bolsas de patatas fritas. Pero sí se puede
evitar su utilización innecesaria y reducir al máximo el de usar y
tirar.
En 2015, Patricia
Reina y Fernando Gómez, autores del blog Vivir sin plástico,
decidieron prescindir todo lo posible del material. “Llegaba del
supermercado y prácticamente tenía una bolsa llena de envases. Me
hacía sentir fatal. Y depositarlo en el contenedor amarillo para
reciclar no me suponía un lavado de conciencia”, explica Reina.
Empezaron a cuestionarse lo que hasta entonces habían sido hábitos
normales para ellos, por ejemplo, “volver del trabajo cansado y
pasarse por el supermercado a por no sé qué y, como no llevas
bolsa, coger una”, dice Gómez. Abrieron el blog para documentar el
proceso de ir deshaciéndose del ubicuo material: “Guardábamos
todos los plásticos que habíamos acumulado de lunes a domingo, los
poníamos en una mesa y le hacíamos una foto para publicar junto con
la lista de todo lo que era. Es importante verlo todo junto”,
cuenta Reina. Después analizaron la procedencia, y pronto
descubrieron que su principal fuente de plástico era la comida. No
se trataba de productos procesados: “Eran sobre todo verduras,
bolsas de ensalada, espinacas, legumbres, arroz, frutos secos”,
enumera.
En los
supermercados es fácil ver un solo aguacate envuelto en plástico
transparente, o los plátanos en bolsa, o que en la pescadería
coloquen los filetes que acaban de cortar en bandejas de
poliestireno. Incluso cuando se compra a granel, en la mayoría de
los establecimientos hace falta meter cada grupo de productos en una
bolsa distinta, y en algunos, además, usar guantes del mismo
material para ello. “Lo más complicado fue cambiar de hábitos”,
señala Reina. “Antes yo bajaba al supermercado cuando tenía
hambre y compraba lo que se me ocurría. Si quieres vivir sin
plástico no puedes hacer eso, necesitas planificación. También nos
costó encontrar el sitio donde comprar cada cosa. Pero te
acostumbras y lo conviertes en rutinario”.
Han conseguido
meter todo el plástico que cada uno ha generado a lo largo de dos
años en un bote de un litro; algo que por ahora es bastante
insólito. Sin embargo, cada vez más gente parece interesada en su
modelo. “Nos escriben muchos que ya han tomado la decisión. Lo
importante es reducir, hay muchísimo que se puede evitar. No hace
falta que te vayas a vivir a una montaña, seguimos usando el móvil
o el ordenador, que también llevan plástico. La industria y los
Gobiernos tienen su parte de responsabilidad. Pero también los
consumidores”, dice Reina. Un ejemplo de ese poder es la campaña Desnuda la fruta, que ellos impulsaron junto a otras organizaciones y
que ha funcionado en varios países. Consiste en fotografiar un
ejemplo de envase innecesario -una única cebolla sobre una bandeja
de plástico y envuelta a su vez, por ejemplo-, publicarla en las
redes sociales y mencionar el comercio que las vende. Su blog está
lleno de consejos sobre cómo hacer desodorante casero, qué
alternativas hay en cosmética o para limpiar la casa.
Su lucha
cotidiana forma parte de la que se ha convertido en la principal
batalla medioambiental del mundo junto a la del cambio climático. La
ciencia ha ido señalando la magnitud del problema. Se sabe, por
ejemplo, que hay al menos 700 especies afectadas por el plástico,
según un estudio de la Universidad de Plymouth, y que, de ellas, el
17 % está en peligro de extinción, como la foca monje hawaiana o la
tortuga boba. Está demostrado que el plástico que llega al mar se
fragmenta en pequeñísimos trocitos que se distribuyen en altas
concentraciones alrededor de los cinco giros subtropicales, unas
enormes masas de agua que los transportan a gran velocidad por todos
los océanos. Esos microplásticos infestan mares semicerrados, como el Mediterráneo, y alcanzan los lugares más remotos, sin apenas
población que pudiera generarlos, como el Ártico. Está probado que
se han colado en la cadena alimentaria de los océanos y que hay
plástico hasta en la sal de mesa y en el agua embotellada.
No se sabe, sin
embargo, qué efecto tiene su ingesta sobre la salud humana. Su
inquietante omnipresencia atraviesa a los animales más grandes, como
ballenas y cachalotes, y se infiltra en los seres microscópicos. Un
estudio publicado hace un mes en Nature Communications constata que
incluso está afectando a las bacterias. Como explica su autora
principal, Cristina Romera-Castillo, investigadora del Instituto de
Ciencias del Mar (perteneciente al CSIC), en Barcelona, el plástico
libera carbono orgánico disuelto que se suma al que se encuentra de
manera natural en el océano, y las bacterias se alimentan de él y
crecen más rápido. Todavía no se conocen las implicaciones de este
hallazgo, pero sí da cuenta de hasta qué punto la basura plástica
es capaz de alterar el ecosistema marino.
Si está tan
claro que el uso que se hace del plástico es un problema, ¿qué
impide a más gente unirse al movimiento para reducirlo? “En parte
es por desconocimiento”, dice Reina. “La pereza”, explica
Fernando Gómez. “Ven como un esfuerzo extra cosas como llevar
siempre tu propia bolsa. Es difícil cambiar la forma de comprar”.
Además, los productos sustitutivos generan cierto rechazo. “Hay
mucha resistencia a dejar la pasta de dientes o el desodorante”.
Pese a esas
reticencias, la batalla contra el plástico ha avanzado con gran
rapidez si se compara, por ejemplo, con la del cambio climático.
“Todo el mundo entiende el problema, es más tangible. Solo hay que
ir al supermercado, a la playa…”, explica Ferran Rosa, de la ONG Zero Waste Europe, con sede en Bruselas y dedicada a reducir
residuos, que agrupa a 30 entidades de 25 países europeos. La
propuesta de la Comisión es un síntoma de ese avance. “Es un paso
adelante, aunque se centra mucho en el reciclaje y menos en la
reducción de envases. Pero hace un año y medio esa legislación era
impensable”, comenta. “Apostamos por la reducción del plástico
en origen y creemos que el de un solo uso, como cubertería y las
pajitas, es prescindible. Se trata de hallar soluciones más
inteligentes. Por ejemplo, en las fiestas de los pueblos, donde hay
miles de vasos de plástico de usar y tirar, se puede poner un
depósito (de un euro, por ejemplo) de vasos reutilizables”.
También trabajan
por “des-socializar” el plástico de un solo uso, convertirlo en
algo que genere rechazo. “Igual que el tabaco antes se percibía
como algo atractivo y ahora se sabe que es perjudicial y está mal
visto, creo que en unos años lo que ahora nos parece normal con el
plástico, como beber cócteles con pajita, comprar bolsas cada vez
que se va al supermercado…, se verá como algo marciano”.
Fuente:
Silvia Blanco, Un planeta asfixiado en plástico, 16/06/18, El País. Consultado 18/06/18.
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