por Daniel Gutman
BUENOS AIRES, 7
dic 2017 (IPS) - En Rosario, la ciudad en cuyos alrededores se
concentra la mayoría de las plantas procesadoras de soja de
Argentina, una norma local prohibió el uso de glifosato, el
herbicida rey de la agricultura en el país. Pero la presión de los
productores consiguió dos semanas después el compromiso de que se
dará marcha atrás.
El episodio
ocurrido en noviembre resume la controversia que existe y los fuertes
intereses económicos que están en juego en un debate que se
extiende en Argentina: el del uso de agroquímicos en la agricultura
y su impacto en la salud de las personas y el ambiente.
“La agricultura
argentina sufrió grandes transformaciones en las últimas décadas y
consolidó su modelo industrial, con un fuerte dominio de la soja,
que desplazó al trigo y al maíz”, explicó Emilio Satorre,
profesor e investigador en la Facultad de Agronomía de la
Universidad de Buenos Aires (UBA).
“La superficie
sembrada pasó de 15 a 36 millones de hectáreas, un 60 o 65 por
ciento de las cuales están cubiertas con soja transgénica, y el uso
de fitosanitarios se triplicó. Este sistema generó grandes riquezas
para el país, pero por supuesto que produce mayores riesgos”,
agregó a IPS.
Para Satorre, “la
sociedad es cada vez más exigente y eso es legítimo porque el
ambiente y la salud están en el centro de la escena”.
El glifosato
concentra más de la mitad del mercado de los agroquímicos, desde
que en 1996 el gobierno autorizó la comercialización de soja
transgénica resistente a ese herbicida, entonces producida
exclusivamente por Monsanto, la corporación transnacional
estadounidense de biotecnología con una gran filial en este país
sudamericano.
Junto a la
siembra directa, sistema que evita el labrado de la tierra y mitiga
su erosión, el glifosato y la soja transgénica forman el trípode
en el que se ha apoyado la fenomenal expansión agrícola en este
país de 44 millones de personas, donde el sector agropecuario aporta
alrededor de 13 por ciento del producto interno bruto (PIB).
Ese crecimiento
fue hecho a costa de la pérdida de millones de hectáreas de pastos
naturales en La Pampa, una de las regiones más fértiles del mundo y
en el centro del país, y de bosques nativos en el Chaco, la llanura
subtropical del norte, compartida con Bolivia y Paraguay.
Además, alcanzó
tal dimensión que llegó hasta el borde de muchas áreas urbanas.
Una de ellas es
Córdoba, la segunda ciudad más poblada del país, en la región
central. Allí un grupo de mujeres colocó desde 2002 en el mapa
nacional a Ituzaingó, un barrio de clase trabajadora.
Fue cuando ellas
se movilizaron para denunciar una gran cantidad de casos de cáncer y
malformaciones, que relacionaron con las fumigaciones sobre los
cultivos de soja, que llegaban hasta a unos pocos metros de distancia
de sus casas.
La lucha de las
Madres de Ituzaingó consiguió un fallo judicial que prohibió las
fumigaciones a menos de 500 metros de sus viviendas, logró que
fueran condenados penalmente un productor agropecuario y un
aplicador, y representó un faro para muchos movimientos sociales del
país.
“Yo empecé
cuando a mi hija, que tenía tres años, le diagnosticaron leucemia.
Hoy gracias a Dios está viva y aquí ya no fumigan más desde 2008,
pero nos han envenenado durante años y todavía hoy la gente se
sigue enfermando”, explicó Norma Herrera, una mujer dedicada a su
hogar que tiene cinco hijos y dos nietos.
“Fu una lucha
muy dura al principio. Con los años los hechos nos dieron la razón,
pero nunca pudimos conseguir profesionales que establezcan
científicamente la relación entre las fumigaciones y las
enfermedades”, dijo Herrera a IPS.
Al movimiento
social nacional, que de alguna manera empezó con las Madres de
Ituzaingó, se debe la decisión de prohibir el glifosato en Rosario
el 16 de noviembre, por unanimidad en el Concejo Deliberante, como se
define en Argentina al órgano legislativo municipal.
La norma hizo
hincapié en un estudio del Centro Internacional para la Investigación sobre el Cáncer, un órgano de la Organización Mundial de la Salud que hace dos años declaró “probablemente
cancerígeno” al herbicida.
La decisión tomó
desprevenidos a los productores agropecuarios, que aquellos días
parecían más preocupados por la incertidumbre que reinaba acerca de
si la Unión Europea (UE) renovaría o no la licencia para el uso del
glifosato, que vencía el 15 de diciembre.
Una decisión
negativa provocaría un durísimo impacto económico para Argentina,
alertaban las cámaras empresarias del sector, antes de que
finalmente, el 27 de noviembre la UE acordó en Bruselas renovar la
licencia del herbicida por cinco años, por los votos de 18 países
contra nueve y una abstención.
En 2016, las
exportaciones argentinas de productos agrarios sumaron 24.000
millones de dólares, equivalentes a 46 por ciento del total,
mientras los rubros de harina de soja, maíz y aceite de soja
representaron las principales ventas al exterior.
Tres días más
tarde de la decisión del bloque europeo, directivos de entidades
rurales fueron al Concejo Deliberante de Rosario y convencieron a los
mismos concejales que habían prohibido el glifosato de que no
existen “evidencias científicas” para tomar una decisión así.
Horas más tarde,
varios concejales reconocieron que no habían debatido el tema con la
profundidad necesaria.
Como resultado,
aunque la norma no está todavía en vigencia porque no fue
promulgada, se redactó un nuevo proyecto, que autoriza la aplicación
del herbicida con ciertos recaudos y que será tratado este mismo
mes.
“Consideramos
lamentable que los concejales hayan dado marcha atrás a la loable
decisión de proteger la salud y el ambiente de la población
rosarina, cediendo a las presiones del lobby sojero y demostrando
para quienes gobiernan verdaderamente”, afirmó un grupo de más de
10 organizaciones ambientales y sociales de la región en un
comunicado.
Para Lilian
Correa, quien dirige la especialización en Salud y Ambiente en la
Facultad de Medicina de la UBA, “la próxima generación de la
Argentina debe poner sobre la mesa la ecuación de costo y beneficio
del actual modelo productivo. Hoy no está medido cuál es el impacto
sobre la salud y el ambiente”.
Correa alertó
sobre la desidia que impera en la Argentina en cuanto a la regulación
y al manejo de agroquímicos que son tóxicos y da en ese sentido el
ejemplo del endosulfán, un insecticida agrícola cuyo uso fue
prohibido en 2011 por la Conferencia de las Partes del Convenio de
Estocolmo sobre Contaminantes Orgánicos Persistentes.
“Cuando eso
sucedió, Argentina dispensó un plazo de dos años para agotar los
stocks de ensosulfán. Lo hizo para beneficiar a una empresa, de
manera antiética e ilegal”, dijo Correa en una jornada académica
desarrollada el martes 5 en la Facultad de Agronomía de la UBA.
Justamente en
2011, un niño de cuatro años murió en Corrientes, en el noreste
del país, intoxicado con endosulfán que se había aplicado en una
plantación de tomates, a menos de 50 metros de su casa.
En diciembre de
2016, el dueño de esa plantación se convirtió en la primera
persona juzgada en Argentina por homicidio mediante el uso de
agroquímicos en la agricultura.
El tribunal, sin
embargo, consideró que no pudo probarse ninguna imprudencia en el
uso de la sustancia, que en aquel momento estaba permitida, y lo
absolvió.
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Fuente:
Daniel Gutman, La controversia empapa el uso de los agroquímicos en Argentina, 07/12/17, Inter Press Service.
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