sábado, 1 de julio de 2017

Los bosques de Thoreau

Sin 'El Diario', sin 'Walden', habría sido difícil que se difundiera una conciencia del valor de la naturaleza y de la necesidad de salvarla de la explotación.

por Antonio Muñoz Molina

Llevaba toda la tarde del domingo leyendo el diario de Thoreau y de repente un viento de tormenta abrió la ventana e inundó la casa de olor a lluvia próxima y a las flores de los aligustres de la acera. Me eché a la calle y antes de llegar al Retiro ya me había sorprendido una lluvia dispersa. Era consciente de que sin la lectura en la que había estado sumergido mis percepciones serían mucho menos precisas, mi ánimo menos vigoroso. Una caminata por Madrid hacia el parque del Retiro no se parece mucho a las excursiones de Henry David Thoreau por los bosques de Nueva Inglaterra, pero su celebración de la naturaleza y su empeño en observarla y medirla con la misma deliberación con que componía sus frases me impulsaba a fijarme más en las cosas, a prestar atención siquiera a una parte mínima de lo que Thoreau era capaz de captar: el olor de la tierra polvorienta mojada de pronto por gotas redondas; el sonido de oleaje del viento en las copas de los castaños; la pura alegría de los pulmones ensanchados por el ejercicio, absorbiendo un aire perfumado y húmedo. Y junto a todo eso un sentido íntimo de autosuficiencia también muy aprendido de Thoreau: una abundancia de sensaciones que se parece mucho a la riqueza, pero que no exige ninguna adquisición, ni precisa ningún aparato, ni promete ningún logro, nada más que el lujo austero de ir por ahí, caminando rápido bajo una llovizna que el viento dispersa, con la perspectiva tranquila de volver a casa y seguir leyendo, de hacer algo de cena y de compartirla con personas queridas.

Thoreau escribió su diario desde los veinte años hasta el final de su vida. La obra total llega a los dos millones de palabras. En 2009, la editorial de la New York Review of Books publicó un compendio de 700 páginas, editado por Damion Searls. Los libros de la NYRB son objetos admirables. Conjugan la sobriedad y la belleza. Yo compré esa edición del Diario y la llevaba a veces conmigo en mis excursiones modestas por los parajes más selváticos de Riverside Park y de Central Park, esas zonas marcadas “forever wild” en las que no se toca nada, ni se retira ningún tronco caído, ni las hojas otoñales. A diez minutos de distancia del semáforo más cercano me sumergía en un espesor de bosque muy habitado de pájaros, porque esos espacios, tan ricos en la vida orgánica nutrida por la descomposición de la madera y las hojas, son refugios de aves, paradas para la alimentación y el reposo en su migraciones continentales.

Me di cuenta de que si existían esos santuarios en el corazón de la ciudad era gracias a la influencia de Thoreau: sin El Diario, sin Walden, habría sido mucho más difícil que se difundiera una conciencia activa del valor de la naturaleza y de la necesidad de ponerla a salvo de la explotación irreversible. Dice Auden que la poesía no hace que suceda nada. La poesía que hay en cada línea escrita por Thoreau despierta una lucidez simultánea de contemplación de la belleza y de pensamiento científico. Lectores de Thoreau se consagraron a lo largo de generaciones a la investigación biológica y al activismo ambiental, y descubrieron con él, descubren todavía, que la causa de la conservación de la naturaleza es inseparable de la emancipación humana y la rebeldía contra los abusos y las tentaciones despóticas del poder establecido. A Thoreau la salud de los bosques, la limpieza de las aguas, el equilibrio entras las formas de la vida, le importaban tanto como la lucha contra la esclavitud y como la objección fiscal contra un gobierno que gastaba el dinero de los impuestos en una guerra invasora contra México. Su Desobediencia civil es un panfleto que no ha dejado de ser subversivo desde hace más de siglo y medio.

En ese ensayo, igual que en Walden, hay tramos de una elocuencia complicada y solemne que hacen pensar en los escritores latinos que Thoreau admiraba. En el Diario, la inmediatez de la escritura y su cercanía a lo concreto de las cosas favorecen una transparencia como de borbotones de agua muy fría. Thoreau reunía en grado extremo dos facultades raras veces compatibles, la de narrar y nombrar y la de medir. Describía con gran esplendor visual la caída de un gran olmo recién cortado en el bosque, y a continuación contaba meticulosamente sus anillos para averiguar su edad exacta. Había perfeccionado un modelo de lápiz y se ganaba la vida como agrimensor. Medía el diámetro de la concha de una tortuga, la longitud y el grosor del pico de un pájaro, el espesor de la capa de hielo en la laguna Walden. Era aficionado a los poemas de Shelley y al Diario del viaje del Beagle de Charles Darwin. Había aprendido de Humboldt que el fervor de la imaginación y el sentido plástico eran herramientas de primer orden para el trabajo científico.

La edición de El Diario que estaba leyendo cuando la tormenta abrió de golpe las ventanas de mi casa es la que ha traducido al español Ernesto Estrella, en dos volúmenes publicados por Capitán Swing. Que un libro como este llegue a existir entre nosotros es un motivo de alegría. Entre unas cosas y otras, Estrella ha dedicado más de tres años a una tarea muy difícil, con un resultado en gran medida ejemplar. Había que encontrar equivalentes para centenares de nombres de especies de animales, pájaros sobre todo, y de plantas; y también había que encontrar una dicción en prosa castellana que se correspondiera con la mezcla de espontaneidad expresiva y rigor sintáctico del diario, con su libertad y con su disciplina, con su ritmo pausado y circular, que es el del tránsito de las estaciones y el de los trabajos del campo, la obra en marcha que un día tras otro va ocupando y resumiendo entera la vida del que escribe.

Un diario puede ser un ejercicio de escritura atenta a lo real, y también un hábito morboso de ensimismamiento. Según pasaban los años, Thoreau perfeccionaba sus dotes de observación y se desembarazaba más de sí mismo. Se hacía a un lado para que todo el espacio de la imaginación del lector estuviera ocupado por el espectáculo memorable del mundo natural y los seres vivientes. También el traductor se hace educadamente a un lado para que resalte la obra de otro.

El Diario’. Henry David Thoreau. Traducción de Ernesto Estrella. Capitán Swing, 2017. 372 páginas. 20 euros

Fuente:
Antonio Muñoz Molina, Los bosques de Thoreau, 03/06/17, El País.

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