por
Sergio Federovisky
El 5
de junio es el Día Mundial del Medio Ambiente. No es una
celebración, porque poco hay para festejar, pero sí es una jornada
de concientización. El presidente norteamericano Donald Trump se
asoció de manera literal: con el anuncio de su decisión de retirar
a los Estados Unidos de los acuerdos sobre cambio climático puso de
relieve que conciencia es lo que más falta. En quienes mandan.
Cada
hora el tráfico de fauna silvestre le otorga un millón de dólares
de ganancia a los que comercian ilegalmente tortugas terrestres,
papagayos o cuernos de rinoceronte. Cada hora una minera a cielo
abierto consume medio millón de litros de agua para convertir la
montaña en oro para hacer lingotes. Cada hora los océanos del mundo
reciben mil toneladas de plástico en forma de basura, en un planeta
cuyos líderes arengan contra el uso de los combustibles fósiles.
Cada hora desaparecen 400.000 árboles en el mundo para producir
papel. Cada hora la atmósfera reciben cinco mil millones de kilos de
dióxido de carbono que provoca el calentamiento global. Cada hora la
selva amazónica pierde 60 hectáreas: el equivalente a 120 canchas
de fútbol. Todo eso pasa en sólo una hora: incluso, multiplicada
por 24, durante la efeméride que promete respetar el ambiente.
Una
pregunta retórica. ¿Esto pasa porque quienes no deciden ni se
benefician sino que se perjudican carecen de conciencia? Sea como
fuere, los ciudadanos han aprendido más que los gobernantes,
evidentemente.
Los
logros
No
usar pieles
La
población mundial aprendió que el consumo suntuario y fácilmente
reemplazable de los tapados de armiño provoca la muerte a 140
millones de animales silvestres cada año, y que por cada dos
animales asesinados para convertirse en estola hay uno que muere solo
como efecto colateral. Entendimos que la lógica peletera ha llevado
al borde de la extinción a la chinchilla, a la nutria marina y la
boa curiyú, entre otros. Y que la introducción de especies
invasoras con fines peleteros puede, como el castor en Tierra del
Fuego o el visón americano en Europa, provocar daños ambientales
mucho mayores que el hipotético beneficio económico planificado.
Aprendimos que lo ambiental, además de un ejercicio de defensa de la
naturaleza, es un valor. No hay ética que justifique en el siglo XXI
matar a un animal para emperifollarse con su piel.
Usar
la bicicleta
Gran
parte de la humanidad comprendió que la bici es mucho más que un
buen ejercicio para las piernas. Que es mucho más que el elemento
más práctico para moverse en pequeñas ciudades o pueblos en los
que el transporte es caro y escaso, el remise es un lujo, y para ir
caminando es lejos. En las grandes ciudades, en las que hoy viven
siete de cada diez argentinos, aprendimos que además del aporte a la
salud individual y a la salud colectiva por el ahorro de combustibles
fósiles, la bicicleta es un medio de transporte eficiente y no
contaminante por tres poderosas razones: deja menor huella de carbono
en su fabricación que cualquier otro vehículo, mejora la calidad
del aire y, por sobre todo, hace a las ciudades menos ruidosas.
No
cazar
Aprendimos
que evolutivamente el hombre social cría animales pero no sale a
cazarlos como un depredador salvaje. Que la caza tiene hoy como
únicas finalidades la económica o la lúdica, a costa de otro ser
vivo. Que, aunque no parezca, la caza contamina: sola la caza
deportiva de palomas en la provincia de Córdoba deja sobre el suelo
400 toneladas de plomo por año, provenientes de los perdigones. Que
la caza promueve el desplazamiento y la potencial desaparición de
especies autóctonas para dar lugar a las que serán cazadas. Que da
lugar al maltrato animal, como ocurre con los perros de cacería. Y
aprendimos que ningún rey es más que un elefante.
Las
deudas
Consumir
responsablemente
Suele
decirse que el día en el que los consumidores rechacen
simultáneamente un producto por contaminante, la empresa que lo
produce se hará a la fuerza más ecológica. Aprender a ser
consumidores responsables supone elegir aquel producto cuyo proceso
sea menos lesivo para el ambiente. Supone no comprar de más,
principalmente comida, para no alentar el desperdicio o la
sobreexplotación innecesaria de los recursos. Supone usar papel
reciclado o postergar lo más que se pueda el reemplazo de aquel
artefacto que todavía funciona, aunque no ostente el último diseño.
Consumir responsablemente supone pensar por nosotros mismos y no por
lo que nos imponen. Eso se aprende.
Reclamar
la sustentabilidad
Si
bien la ética es trascendente, es la economía la que define las
formas de inversión y producción. Y es la exigencia del ciudadano,
la que predispone a adoptar políticas sustentables. La sociedad
debería exigir que los municipios recolecten la basura separada
previamente, que no avalen el derroche de luminaria pública
innecesaria o el desperdicio de agua corriente para regar los
canteros de una plaza. Todavía es necesario entender que votar es
imprescindible pero no suficiente y que el control por parte del
Estado es mayor y más eficaz cuando hay una sociedad dispuesta a
demandarlo.
Bajarse
del auto
Es
cierto que muchas veces contamos con la coartada que supone un
sistema de transporte ineficiente y, para colmo, contaminante. Pero
eso no alcanza para justificar el endiosamiento del auto particular
como modo excluyente de movilidad. Su aporte en gases de efecto
invernadero, su incidencia negativa en la salud pública, ya sea a
través de los accidentes como del incremento del estrés, su
relación costo-beneficio, en precio, en tiempo, en salud y en
contaminación es cada vez peor. La población bien conoce estos
factores, pero aun así no aprendemos a bajarnos del auto.
Fuente:
Sergio Federovisky, Día Mundial del Medio Ambiente: poco para celebrar, mucho por aprender, 04/06/17, Infobae. Consultado 05/06/17.
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