miércoles, 24 de septiembre de 2014

Viaje a la última frontera del mundo


El deshielo del Polo Norte está abriendo fronteras antes inaccesibles. La extracción de petróleo y la apertura de nuevas rutas marítimas amenazan la destrucción de un ecosistema clave para la supervivencia del planeta.

por Álvaro Corcuera

Es la sensación de estar en el fin del mundo. El mar arroja el primer iceberg. Aparece a unos ochenta metros a babor, inerte. Después le seguirá otro. Luego, decenas. Centenares. Miles. El Esperanza, uno de los tres buques de la organización ecologista Greenpeace, aminora la marcha al alcanzar el mar despedazado, del que alertaba el radar horas antes con unos puntitos fosforescentes. En el puente, además del capitán, viaja un piloto de hielo, asesor para este tipo de mares. En la proa, el ruido del casco contra los bloques congelados rompe el silencio: aparta algunos y cabalga sobre otros, partiéndolos con el peso del barco. Entre los trozos resultantes penetra un torrente de agua, dando vuelta al hielo como a una peonza, buscando su nuevo equilibrio dentro del agua. Cubos de hielo gigantes y afilados, blancos y azul piscina.


Cuando el reloj marca las últimas horas del día, el barco se detiene en la inmensidad helada. Decenas de aves revolotean junto al buque, mientras los marineros apuran la jornada en la sala de estar del Esperanza, charlando, recordando mil anécdotas una y otra vez contadas, escuchando música y bebiendo cerveza entre amigos: el alcohol solo está permitido a partir de las seis. Por los ventanucos entra la luz del verano polar, 24 horas ininterrumpidas de claridad que burla los biorritmos. El sol, a esta latitud, bordeando los 80 grados norte, apenas calienta. En cubierta, los fumadores apuran sus cigarrillos con unas temperaturas que rozan los cero grados centígrados, aunque a veces el viento baje la sensación térmica hasta los menos 20. Estamos a principios de agosto.

A las dos de la mañana, tres osos polares se acercan al buque. Un marinero de guardia se percata y alerta a los pocos compañeros que no duermen. Los animales no tienen miedo. Probablemente tampoco excesiva hambre, aunque en esta época de deshielo cada vez más severo es cuando menos alimento encuentran y, por tanto, más peligrosos son. No intentan encaramarse al buque, aunque podrían por su tamaño: dos metros y medio de largo, 600 kilos de peso. Por si acaso, las puertas permanecen cerradas. Han sentido curiosidad por esa mole de color verde y blanco que somos nosotros, 72 metros de eslora, el barco mayor de Greenpeace. Saciada su incógnita, pierden el interés y se alejan. Al día siguiente, los pocos afortunados en verlos cuentan, exaltados, el encuentro. Los demás miran las fotografías con envidia mientras desayunan un café caliente con galletas.

Estamos a 1.207 kilómetros del Polo Norte geográfico. Un día después de zarpar de Longyearbyen -la capital de Svalbard, un territorio de ultramar noruego- invitados por Greenpeace, en lo que llaman la Expedición Ártico 2014. Un viaje para enseñar esta maravillosa y amenazada zona del planeta, un acto más de la campaña Salva el Ártico. Por la mañana, en el comedor, un activista de la organización ecologista da las indicaciones para la actividad del día, a la postre una de las más impactantes en casi una semana de navegación: caminar sobre el hielo marino. Hay que ponerse un traje especial. Sin él, en caso de pisar en falso y deslizarse al mar, estaríamos muertos de un infarto en dos minutos. También advierten de otro peligro, los propios osos, que no entienden de buenas intenciones.

El danés Arne Sørensen es el piloto de hielo, una figura obligatoria en estas latitudes. Con cuatro décadas de experiencia en el mar, es un tipo que descifra los hielos y se adelanta a lo que está por venir, eligiendo la mejor ruta, en una suerte de danza en zigzag que maximiza la velocidad y minimiza el roce del casco contra los icebergs. Sin él no estaríamos donde estamos ni podríamos amarrarnos al hielo que, por supuesto, está en leve movimiento aunque no lo notemos. Jesper baja primero y comprueba que no hay osos. Visto bueno. Y todos a un hielo lleno de baches y montañitas que nos ponen en nuestro lugar en la naturaleza. Afloran las torpezas: una caída, un pie que penetra hasta la rodilla en el agua, una pisada de un oso. Caminamos por un paraíso que podría desvanecerse pronto.

“El hielo decrece en el Ártico. Hay científicos que creen que no quedará nada en 2100. Otros adelantan las predicciones a dentro de 20 a 35 años en verano”, asegura Arne. Según el Centro Nacional de Hielo y Nieve de Estados Unidos (NSIDC), el pasado agosto ha sido el séptimo peor en el Ártico desde 1979 (año en que empezaron a recolectarse estadísticas gracias a las imágenes por satélite), con un mínimo de mar congelado de seis millones de kilómetros cuadrados. En el mismo mes en 1979 se superaban los ocho millones. El año 2012 marcó el mínimo histórico, pero detrás vienen 2007, 2011, 2010, 2008 y 2013. El director del NSDIC, Mark Serreze, alertaba en National Geographic hace un año: “La tendencia es indudablemente negativa”.

No solo hay menos hielo en extensión, sino en grosor. “Tres cuartas partes del volumen que había en 1979 no existen”, asegura Tatiana Nuño, responsable de la campaña de cambio climático y energía de Greenpeace en España. Un estudio de la Universidad de ­Washington y la NASA señala que, en el caso de las aguas al oeste y norte de Alaska, la cantidad de nieve acumulada sobre el hielo marino es entre un 33 % y un 50 % menor hoy que en 1950. Jiping Liu, de la Universidad de Albany, en Nueva York, autora de otro estudio que prevé que el Ártico podría estar libre de hielo a partir del verano de 2054, alerta de que “un hielo más grueso previene que la luz solar alcance y caliente el agua del mar”. En el Instituto Polar de Noruega, situado en Longyear­byen, su director, Kim Holmén, profundiza en las consecuencias: “A medida que los rayos del sol penetraran más profundo, el agua se calentaría, la evaporación del mar sería más rápida y aumentarían la humedad y las precipitaciones. Habría cambios en las corrientes de agua dulce y marinas, así como modificaciones meteorológicas en todo el mundo. Y, por supuesto, los animales y las plantas que necesitan el hielo perderían su hábitat y muchas especies desaparecerían”.

“El cambio climático está causado casi en su totalidad por la acción del hombre. El Ártico es donde más se nota. Aquí hemos observado glaciares deshelándose y fiordos que ya no siempre se congelan en invierno como sucedía hace cien años”, señala Holmén, con tres décadas de experiencia en el estudio del cambio climático. Lo vemos con nuestros ojos: el glaciar Blomstrand -situado frente a Ny-Ålesund, un asentamiento científico de Svalbard- ha retrocedido dos kilómetros en 80 años y ha dejado al descubierto una isla que se pensaba era una península. Allí avistamos focas, aves y un oso polar, que, perezoso, nos mira de reojo y se estira: le hemos despertado de la siesta.

Son las pérdidas de hielo en los glaciares las que contribuyen a un aumento del nivel del mar, que avanza a un ritmo de 3,2 milímetros anuales en la última década, según Tatiana Nuño, de Greenpeace. En este sentido no afecta el deshielo del océano Ártico congelado, que digamos ocupa el mismo espacio esté en estado sólido o líquido. “El gran cambio podría venir por la pérdida de hielo de los glaciares de agua dulce y del hielo continental en Groenlandia”, explica Andrés Barbosa, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Hasta siete metros podría subir el mar si todo el hielo groenlandés se derrite. “Semejante masa de agua dulce modificaría la salinidad del mar, alterando las corrientes marinas, que se establecen por diferencias entre la temperatura del agua y la sal”, asegura Barbosa, que explica que corrientes como la del Golfo podrían verse cambiadas, y con ello el clima, por ejemplo en España: “A pesar de que estamos a la misma latitud que Nueva York, nosotros disfrutamos de un clima más cálido que ellos, con inviernos más suaves. Un cambio en la corriente del Golfo podría provocar más frío en España. Justo lo contrario que se podría pensar cuando se habla de cambio climático, normalmente asociado al calentamiento”.

El agua dulce de los glaciares, en caso de derretirse, contribuiría al aumento del nivel del mar. Algunos glaciares de Svalbard han retrocedido hasta dos kilómetros. Fuente: Nick Cobbing

Que el hielo se derrita tiene efectos “positivos” para algunos. Irónico: el cambio climático beneficia a las industrias del petróleo y gas, así como a las navieras, que podrían abrir nuevas rutas para el transporte de combustibles y de contenedores con origen o destino en Asia, donde se ubican 15 de los 20 puertos más activos del mundo. No es de extrañar que China sea por ello uno de los más interesados en el Polo Norte, hasta el punto de que sus dirigentes empujan con fuerza para que el país entre en el Consejo Ártico, al que pertenecen los países con territorio dentro del Círculo Polar, así como otro ramillete de Estados, entre ellos España, que por cuestiones históricas como la pesca también son observadores. Pero si hay un país que sueña e impulsa los cambios es Rusia. Su presidente, Vladímir Putin, tiene ambiciosos planes y reivindicaciones territoriales. En realidad todos los Estados dentro del Círculo Polar y con salida al océano Ártico las tienen (Estados Unidos, Canadá, Groenlandia-Dinamarca, Noruega, Islandia y Rusia), pero quizá los rusos sean los que más lejos hayan llegado. En 2007 avisaron: un minisubmarino alcanzó el lecho marino justo en el punto donde se encuentra el Polo Norte geográfico y plantó una bandera rusa de titanio. A bordo viajaba Artur Chilingarov, miembro de la Academia de las Ciencias de Rusia y diputado de la Duma. Era la manera de reivindicar que, más allá de las 200 millas náuticas desde la costa que delimitan las aguas nacionales de las internacionales, su país aspiraba a un trozo de la tarta mayor.

Los rusos podrían haber puesto una bandera en el hielo. Pero no, lo que les interesa es el subsuelo. Según un informe de la consultora Ernst & Young, el Ártico podría albergar un 20 % del petróleo y gas del mundo aún sin descubrir, cifra que aumenta hasta el 30 % según otras estimaciones más optimistas. Un caramelo que los países mencionados anteriormente quieren saborear. Los primeros descubrimientos en el Círculo Polar Ártico datan de la Guerra Fría. Primero los soviéticos en 1962, con el campo de Tazovskoye, y cinco años después los estadounidenses, en Alaska en el Prudhoe Bay. Desde entonces se han descubierto 61 campos de petróleo y gas: 43 en Rusia, 11 en Canadá, 6 en Alaska (Estados Unidos) y 1 en Noruega. Sin embargo, las dificultades logísticas y económicas para explotar estos lugares tan al norte, debido al mal tiempo, al hielo flotante o a la oscuridad total en invierno, fueron siempre barreras. Hasta ahora. En abril de este año se extrajo en el campo ruso de Prirazlomnoye, explotado por ­Gazprom, el primer barril de petróleo ártico de la historia. El crudo llegó al puerto de Róterdam el 1 de mayo.

En la ciudad holandesa esperaba el Rainbow Warrior, el afamado velero de Greenpeace, que trató de impedir el atraque del petrolero Mijaíl Ulyanov. El capitán ecologista Peter Willcox fue detenido junto a otros 43 activistas. Para él no era novedad. En septiembre de 2013, y a bordo de otro de los barcos de la organización, el Arctic Sunrise, Willcox y 29 compañeros más también fueron arrestados en aguas internacionales tras el intento de asalto, el día anterior, precisamente de la plataforma de Prirazlomnoye. El asunto derivó en un conflicto diplomático internacional con Rusia, que acabó amnistiando a los activistas tres meses después, al albor de los Juegos Olímpicos de Invierno en Sochi y dentro de un paquete de medidas más amplio por el cual también fueron liberados afamados disidentes políticos rusos como las Pussy Riot o el exmagnate Mijaíl Jodorkovski. Uno de los llamados 30 del Ártico, el holandés Mannes Ubels, ingeniero de barcos de Greenpeace que permaneció encarcelado en Rusia, comenta en la sala de máquinas del Esperanza: “El revuelo de nuestra detención sirvió para expandir más el mensaje que queríamos. Pero a otro nivel, los rusos dejaron claro cómo manejarán estas situaciones en el futuro”.

El otro gran negocio que se avecina en el Ártico es el incremento del tráfico marítimo. Hay cuatro posibles rutas para atravesar el Polo Norte en barco, tres de las cuales ya están operativas, algunas recientemente. La que aún permanece cerrada por el hielo y no se ha utilizado jamás es la transpolar, que uniría el Atlántico y el Pacífico atravesando el Ártico prácticamente por el Polo Norte geográfico. La llamada ruta del Noroeste, que une Alaska y el Atlántico por la costa norte canadiense, la misma que navegó por primera vez Roald Amundsen en 1903-1906 a bordo del Gjøa, marcó su primer hito comercial en septiembre del año pasado, cuando el carguero Nordic Orion la cruzó con 15.000 toneladas de carbón en sus bodegas, acortando el viaje entre Vancouver y Pori (Finlandia) en cerca de 2.000 kilómetros. También en Canadá, pero en un sitio menos inhóspito, en Churchill, en la bahía de Hudson, parte o termina el camino que la une con Múrmansk (Rusia), utilizado desde finales de los años setenta principalmente para el transporte de cereales.

A bordo del Esperanza, barco de Greenpeace. Fuente: Nick Cobbing

Pero la joya de la corona es el paso del norte, que une Europa y Asia por el Ártico, un viejo anhelo ruso. Tras la Revolución de Octubre (1917), Vladímir Lenin impulsó el desarrollo de esta vía, que durante las décadas de mandato soviético casi siempre estuvo vetada a los extranjeros. Se usaba para el transporte de comida, suministros y material militar. A partir de los años cincuenta, en el contexto de la Guerra Fría, la ruta ganó impulso gracias al desarrollo de rompehielos nucleares, el primero de los cuales fue el Lenin, botado en 1957. Por el norte llegaron a pasar 6,6 millones de toneladas de mercancía rusa, pero el colapso de la URSS en 1991 detuvo todo aquello. Hasta que, recientemente, Putin decidió reverdecer el pasado comunista para hacer la competencia al canal de Suez y al de Panamá. Rusia cuenta hoy con 37 rompehielos, cuatro de ellos nucleares, estos últimos únicos en el mundo. Son la escolta necesaria para que otros barcos puedan navegar por el mar helado a cambio de una tarifa: unos 300.000 dólares por navío, precio similar al que se paga por atravesar Suez o Panamá, pero con la diferencia del ahorro en combustible y tiempo. En 2010, cuatro buques utilizaron la ruta. Fueron 34 en 2011, 46 en 2012 y 71 el año pasado. Entre ellos, el Yong Sheng, el primer mercante chino que se adentraba en la vía norte, acortando el camino desde Dalian hasta Róterdam de 48 a 33 días: 21.600 kilómetros por Suez frente a 14.600 por el paso del norte. Y, encima, sin preocuparse por la piratería que afecta a las costas de Somalia y a las del mar de la China Meridional. Otros trayectos que se beneficiarían son, por ejemplo, el que une Róterdam con Yokohama (8.500 kilómetros por el norte contra 20.600 por Suez) y de Vancouver a Róterdam (12.850 kilómetros por el Ártico frente a 16.400 por el canal de Panamá).

Desde un punto de vista ecologista, tanto la explotación de petróleo en el Ártico como su transporte es una bomba de relojería. “En la mayoría de estas áreas hace muchísimo frío y viento, por lo que las condiciones de trabajo serían muy difíciles. Si por lo que sea sucede un desastre, por ejemplo en septiembre, sería imposible controlarlo a tiempo antes de que llegue el invierno y caiga la noche 24 horas”, opina Arne, el especialista en hielo. Richard Steiner, exprofesor en la Universidad de Alaska durante 30 años, experto en vertidos de petróleo y hoy asesor freelance en la materia para Gobiernos y compañías por todo el mundo, alerta de que un accidente de una plataforma o un petrolero en el Ártico “podría tener consecuencias de muy larga duración e incluso permanentes”. Pone un ejemplo, el desastre del Exxon Valdez en 1989 en Alaska: “Todavía hoy recibimos petróleo”.

Para controlar un vertido hay tres métodos, de los cuales ninguno es efectivo hoy por hoy en el norte: el mecánico, que consiste en atrapar el petróleo mediante barreras; la dispersión química mediante productos lanzados desde el aire, y, por último, prendiendo fuego al crudo. “En realidad no hay un método que sea fiable en ningún mar. En el caso del Exxon Valdez se gastaron más de dos billones de dólares en la limpieza y solo se recuperó mecánicamente un 7 % del petróleo derramado. En el caso del desastre de BP en el golfo de México, la compañía invirtió nueve billones de dólares y solo se rescató un 30 % del crudo. En el hielo, hoy por hoy, es imposible: por el mal tiempo, el mar helado, la oscuridad del invierno… Además, el hielo podría atrapar el petróleo y hacerlo viajar muy lejos del derrame, multiplicando el desastre”, asegura Steiner. Según relata, tan solo una compañía finlandesa cuenta con unas barreras especiales: “Solo funcionan en determinadas condiciones de frío. Muy al norte no sirven. Eso lo saben las compañías, los Gobiernos, las ONG, los científicos… Lo que sucede es que las industrias y los Gobiernos pretenden estar más preparados de lo que están”.

Araos de Brünnich, en Svalbard (Noruega). Fuente: Nick Cobbing

Recientemente, el Ártico ha vivido dos sustos. En enero de 2013, la plataforma Kulluk, de Shell, quedó a la deriva en el golfo de Alaska. Acabó encallada frente a la costa. No hubo derrame del más de medio millón de litros de combustible que acumulaba en su interior. El último incidente sucedió en Rusia, en el paso del norte, en septiembre del año pasado: el petrolero Nordvik, con 5.000 toneladas de diésel a bordo, chocó con un iceberg que le abrió una grieta en el casco. Por suerte, fue insuficiente para destruir el buque y causar un vertido al mar. Las autoridades rusas censuraron que el Nordvik hubiera entrado al hielo sin escolta.

Ambos incidentes causan preocupación en quienes ven en la exploración ártica un episodio más de la ambición humana. En opinión de muchos, desde ecologistas hasta científicos y Gobiernos de países que ven en el cambio climático una amenaza real a su propia supervivencia (Maldivas, por ejemplo, con una altura máxima de dos metros, podría desaparecer), lo que se necesita es crear un santuario Ártico, la firma de un tratado global parecido al que ya existe en la Antártida, que proteja el Polo Norte de los intereses comerciales: “Al menos debería ser así en el alto Ártico, que ningún país pueda ir más allá de las 200 millas náuticas de su costa. No tengo fe en que se haga, pero es lo que Naciones Unidas debería conseguir”. Kim Holmén, el director del Instituto Polar de Noruega, está acostumbrado a tratar con políticos: “Siempre les intento explicar que jamás llegaremos a ninguna parte si nos acusamos unos a otros. Hay países que históricamente tienen más culpa en las emisiones de CO2 a la atmósfera; otros la tienen ahora, pero la responsabilidad es de todos”.

¿Podría sobrevivir la humanidad a un mundo sin hielo marino? “Sobrevivir es una palabra muy fuerte. Creo que el hombre sobreviviría incluso si el oso polar desapareciera. Pero el mundo sería mucho más pobre. Lo que quiero decir es que el oso polar debe preocuparnos, pero también esos vínculos climáticos globales de los que te hablo”, señala Holmén. En Long­yearbyen, uno de sus vecinos es el cineasta australiano Jason C. Roberts, especializado en documentales de naturaleza: “El oso polar es una imagen icónica que ayuda a que la gente ponga rostro al Ártico. Es uno de esos animales simbólicos de la Tierra, como los elefantes o los tigres. Si no cuidamos de ellos, ¿cómo salvaguardaremos el futuro del planeta?”.

Fuente:
Álvaro Corcuera, Viaje a la última frontera del mundo, 21/09/14, El País.

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