por Fernando Jorge Soto Roland
"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía , pág. 99
No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una “Edad de Oro”, explota cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina fotográfica.
Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.
Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.
Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento romántico, impregnado de un original sentido de la nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios, transformándolos en escenarios a los cuales era necesario volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño. Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se transforman en vertederos de basura y desechos.
El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones, simula ser un archivo sin catálogo.
Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos casos, el agua salada -que les diera reconocimiento, fama y turismo- terminó convirtiéndose en el elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del 60 %. Epecuén, en cambio, desapareció por completo; coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa turística, es un “pueblo fantasma” que emerge de la sal después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.
Una cosa es un lugar -edificio- abandonado y otra muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados -aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles- despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.
¿Cuál es el color de la decadencia? Según Julio Llamazares, el amarillo.
La presencia de lugares abandonados en sitios aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos es una antigua barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué? Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una humilde choza de colonos abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que hizo que hoy -después de tantos años- la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.
Los lugares abandonados destilan un “anhelo del pasado”, un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que ahora ya no se posee ni controla.
Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus secuelas.
Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su “existencialismo pesimista”, que los lugares abandonados son los catalizadores de la "curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano".
La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los desajustes que nosotros hemos producido. Los sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los devorará, como si nunca hubieran estado allí.
En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.
Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa Graell, los sitios abandonados.
Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y que al desaparecer -o deteriorarse- nuestra esencia -o parte de ella- se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta forma, son el infierno de los coleccionistas.
¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?
El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240 gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas, otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos. Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un poderosos alquimista hubiera experimentado con todo el cementerio. También los árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su inscripción puede leerse: "Neiva Irene Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad". Del seguro desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados, abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra "FAMILIA". Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución, silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de la destrucción.
Llama mucho la atención el enorme número de lugares abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta temática, significa encontrarse con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios abandonados “entran por los ojos”. Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de ellos. Según se dice: "una imagen vale más que mil palabras". Y el deterioro muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada por decir.
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