domingo, 29 de enero de 2012

Argentina: sin una política de Estado sobre la megaminería

El Gobierno ya decidió que desarrollará la industria en gran escala. Pero no está claro si planea continuar con el mismo esquema legal ni cómo tratará a las comunidades.

por Sergio Carreras

Los actores de comedias, los cantantes folklóricos, las ve­dettes de Carlos Paz, los medios de Capital Federal llamados nacionales, las señoras de la verdulería, el país, de pronto nos descubrimos hablando de la minería a cielo abierto. ¿Qué cosa tan horrible sucedió en Argentina este enero para que en vez de sostener la tradición de atender los 
debates filo­sóficos sobre cirugías y alegatos sentimentales que proponen los programas de la siesta televisiva, estemos hablando de cianuro y de la contaminación de las napas subterráneas?

Esta vez se trata de Famatina, un pueblo colgado a 1.700 metros sobre el nivel del mar en el norte riojano, lo que significa que es un lugar más lejano para los propios argentinos que Madrid, Nueva York o las playas brasileñas, centros de los que diariamente bajan caudalosos ríos informativos, mientras que en numerosas ocasiones el resto del país puede demorar semanas en conocer lo que sucede con una comunidad indígena 
en Formosa o un piquete en Santa Cruz.

También al grupo de habitantes de Famatina le tomó años llegar a las portadas o al escenario folklórico más importante del país y conseguir que un artista como León Gieco entonara por televisión nacional una coscoína puteada contra las mineras canadienses que vendrían dispuestas a envenenar el agua y el pan de las futuras generaciones. Esto mismo ocurrió en años anteriores con las catamarqueñas Belén y Andalgalá, y con la chubutense Esquel. En esas comunidades los proyectos de extracción de oro en gran escala provocan tanta felicidad como el anuncio del lanzamiento de una bomba atómica.

Enero caliente. Así llegamos a este enero de 2012 en que cada vez son más las localidades precordilleranas donde sectores importantes de población sienten pender sobre sus cabezas la amenaza de ser las futuras Hiroshima y Nagasaki de la explotación metalífera. La alarma ambientalista le viene ganando la batalla al discurso oficial del progreso económico. Hoy quizá sean millones los argentinos que se pregunten si será verdad que estos emprendimientos contaminarán los ríos, los campos y el aire hasta el punto de provocar cánceres y enfermedades mortales a las personas que tengan la fatal suerte de vivir en los pueblos instalados aguas abajo de los emprendimientos. Los pocos funcionarios y gobernantes que asoman la cabeza para defender la minería en gran escala son criticados por aquellos sectores casi como asesinos masivos cuyas conductas sólo se explicarían en las jugosas coimas y negociados en los que estarían entreverados con las mineras.

¿Cómo se llegó a este punto? ¿Por qué los habitantes de Famatina y del resto de los pueblos cercanos a megaemprendimientos metalíferos deben salir a la calle, cortar rutas, enfrentar gendarmes y rogar durante meses hasta conseguir la atención nacional? ¿Por qué el Gobierno nacional y los principales directivos de las compañías mineras no se atreven a defender abiertamente una actividad que debería generar inclusión social además de ganancias por miles de millones de dólares?

En el fondo de esta situación se arrellana la convicción, compartida por amplios sectores políticos y económicos del país, de que la actividad minera en gran escala se desarrolla en un marco desfavorable para los intereses del país. La jaula legal construida durante la administración del presidente Carlos Menem y sostenida sin cambios sustantivos hasta el presente, permite que los más grandes grupos mineros del planeta obtengan ganancias de miles de millones de dólares en cada emprendimiento, y que el país reciba a cambio sólo regalías ínfimas y los dineros que inevitablemente deben desembolsar 
las compañías en su paso por el territorio: viáticos, sueldos y sostenimiento de cadenas locales de proveedores. Al mismo tiempo, las altas exenciones fiscales para la actividad son uno de los 
principales atractivos para las mineras.

A ese marco legal e impositivo, se suman dos grandes faltas de control: primero en lo ambiental, rubro que ha sido despreciado por las mineras y por los gobiernos provinciales que las albergan. Sólo por dar un ejemplo: la compañía Barrick llegó a proponer el traslado de los glaciares cordilleranos con palas mecánicas y camiones, como si fueran cubitos de hielo, y no ecosistemas moldeados durante milenios. La desatención a la cuestión ambiental, centrada en el uso del agua que hacen las minas, da pie a las protestas más ruidosas y a los temores más enormes, como se ve ahora en Famatina.

El desarrollo de la minería en gran escala es una política de Estado para Argentina y para la región. En La Cumbre del Mercosur realizada en San Juan en 2010, nueve presidentes latinoamericanos suscribieron un reconocimiento a la importancia de la actividad minera metalífera para elevar la inclusión social y el progreso económico. Lo que todavía no se ha planteado con la misma claridad es que ningún emprendimiento minero debería poder llevarse adelante sin asegurar el desarrollo de las comunidades locales que rodean el emprendimiento, y sin una discusión transparente sobre sus consecuencias ambientales.

La otra gran carencia de control tiene que ver con la exportación de los productos minerales que se extraen de las montañas. No se conocen auditorías, estadísticas, ni los mecanismos y cronogramas precisos con los cuales los estados nacional o provinciales se aseguren la cantidad y calidad de los metales y demás elementos naturales que las compañías internacionales están exportando.

Falencias. Argentina no ha desarrollado industrias que provean aunque sea una mínima porción de las maquinarias utilizadas en estas minas de altura, pese a la gran cantidad de emprendimientos previstos, ni tiene todavía establecimientos industriales para tratar en etapas posteriores el metal extraído de sus propias montañas.

Esas falencias en la forma en que Argentina encara el desarrollo minero, se agudizan con cierta imagen de anarquía institucional que permite que seis provincias, Córdoba entre ellas, tengan leyes antimineras pese al marco nacional que favorece la actividad. O leyes provinciales que demonizan la extracción de uranio al mismo tiempo que la Nación tiene en desarrollo un plan energético para contar con seis centrales nucleares. O que el Congreso de la Nación apruebe por unanimidad leyes ambientales que luego son ignoradas: eso sucedió con la Ley de Glaciares, cuyo espíritu conservacionista ha sido violado por las provincias cordilleranas que aprobaron sus propias leyes. También ocurrió con la ley 26.659 de Hidrocarburos que el Congreso aprobó por unanimidad el año pasado y que el Ejecutivo nacional no cumple, porque afectaría la actividad de las empresas mineras extranjeras que comparten accionistas con las compañías petroleras que exploran la plataforma continental argentina de las Islas Malvinas.

En todos estos casos, el mayor peligro no es la contaminación, sino la irresolución polí­tica. Peor que el cianuro, es la falta de transparencia en las decisiones que llevan a comunidades como Famatina al borde del estallido. Argentina ya decidió que va a tener minería a cielo abierto. Falta que actualice sus ambiciones a esa decisión, y que resuelva cómo va a tratar a las comunidades que sufrirán las consecuencias de aquella determinación.

Fuente:
La Voz del Interior, 29/01/2012, "Argentina: sin una política de Estado sobre la megaminería". Consultado 29/01/2012.

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