El Gobierno ya decidió que desarrollará la industria en gran
escala. Pero no está claro si planea continuar con el mismo esquema legal ni
cómo tratará a las comunidades.
por Sergio Carreras
Los actores de comedias, los cantantes folklóricos, las
vedettes de Carlos Paz, los medios de Capital Federal llamados nacionales, las
señoras de la verdulería, el país, de pronto nos descubrimos hablando de la
minería a cielo abierto. ¿Qué cosa tan horrible sucedió en Argentina este enero
para que en vez de sostener la tradición de atender los
debates filosóficos
sobre cirugías y alegatos sentimentales que proponen los programas de la siesta
televisiva, estemos hablando de cianuro y de la contaminación de las napas
subterráneas?
Esta vez se trata de Famatina, un pueblo colgado a 1.700 metros sobre el
nivel del mar en el norte riojano, lo que significa que es un lugar más lejano
para los propios argentinos que Madrid, Nueva York o las playas brasileñas,
centros de los que diariamente bajan caudalosos ríos informativos, mientras que
en numerosas ocasiones el resto del país puede demorar semanas en conocer lo
que sucede con una comunidad indígena
en Formosa o un piquete en Santa Cruz.
También al grupo de habitantes de Famatina le tomó años
llegar a las portadas o al escenario folklórico más importante del país y
conseguir que un artista como León Gieco entonara por televisión nacional una
coscoína puteada contra las mineras canadienses que vendrían dispuestas a
envenenar el agua y el pan de las futuras generaciones. Esto mismo ocurrió en
años anteriores con las catamarqueñas Belén y Andalgalá, y con la chubutense
Esquel. En esas comunidades los proyectos de extracción de oro en gran escala
provocan tanta felicidad como el anuncio del lanzamiento de una bomba atómica.
Enero caliente. Así llegamos a este enero de 2012 en que
cada vez son más las localidades precordilleranas donde sectores importantes de
población sienten pender sobre sus cabezas la amenaza de ser las futuras
Hiroshima y Nagasaki de la explotación metalífera. La alarma ambientalista le
viene ganando la batalla al discurso oficial del progreso económico. Hoy quizá
sean millones los argentinos que se pregunten si será verdad que estos
emprendimientos contaminarán los ríos, los campos y el aire hasta el punto de
provocar cánceres y enfermedades mortales a las personas que tengan la fatal
suerte de vivir en los pueblos instalados aguas abajo de los emprendimientos.
Los pocos funcionarios y gobernantes que asoman la cabeza para defender la
minería en gran escala son criticados por aquellos sectores casi como asesinos
masivos cuyas conductas sólo se explicarían en las jugosas coimas y negociados
en los que estarían entreverados con las mineras.
¿Cómo se llegó a este punto? ¿Por qué los habitantes de
Famatina y del resto de los pueblos cercanos a megaemprendimientos metalíferos
deben salir a la calle, cortar rutas, enfrentar gendarmes y rogar durante meses
hasta conseguir la atención nacional? ¿Por qué el Gobierno nacional y los
principales directivos de las compañías mineras no se atreven a defender
abiertamente una actividad que debería generar inclusión social además de
ganancias por miles de millones de dólares?
En el fondo de esta situación se arrellana la convicción,
compartida por amplios sectores políticos y económicos del país, de que la
actividad minera en gran escala se desarrolla en un marco desfavorable para los
intereses del país. La jaula legal construida durante la administración del
presidente Carlos Menem y sostenida sin cambios sustantivos hasta el presente,
permite que los más grandes grupos mineros del planeta obtengan ganancias de
miles de millones de dólares en cada emprendimiento, y que el país reciba a
cambio sólo regalías ínfimas y los dineros que inevitablemente deben
desembolsar
las compañías en su paso por el territorio: viáticos, sueldos y
sostenimiento de cadenas locales de proveedores. Al mismo tiempo, las altas
exenciones fiscales para la actividad son uno de los
principales atractivos
para las mineras.
A ese marco legal e impositivo, se suman dos grandes faltas
de control: primero en lo ambiental, rubro que ha sido despreciado por las
mineras y por los gobiernos provinciales que las albergan. Sólo por dar un
ejemplo: la compañía Barrick llegó a proponer el traslado de los glaciares
cordilleranos con palas mecánicas y camiones, como si fueran cubitos de hielo,
y no ecosistemas moldeados durante milenios. La desatención a la cuestión
ambiental, centrada en el uso del agua que hacen las minas, da pie a las
protestas más ruidosas y a los temores más enormes, como se ve ahora en
Famatina.
El desarrollo de la minería en gran escala es una política
de Estado para Argentina y para la región. En La Cumbre del Mercosur
realizada en San Juan en 2010, nueve presidentes latinoamericanos suscribieron
un reconocimiento a la importancia de la actividad minera metalífera para
elevar la inclusión social y el progreso económico. Lo que todavía no se ha
planteado con la misma claridad es que ningún emprendimiento minero debería
poder llevarse adelante sin asegurar el desarrollo de las comunidades locales
que rodean el emprendimiento, y sin una discusión transparente sobre sus
consecuencias ambientales.
La otra gran carencia de control tiene que ver con la
exportación de los productos minerales que se extraen de las montañas. No se
conocen auditorías, estadísticas, ni los mecanismos y cronogramas precisos con
los cuales los estados nacional o provinciales se aseguren la cantidad y
calidad de los metales y demás elementos naturales que las compañías
internacionales están exportando.
Falencias. Argentina no ha desarrollado industrias que
provean aunque sea una mínima porción de las maquinarias utilizadas en estas
minas de altura, pese a la gran cantidad de emprendimientos previstos, ni tiene
todavía establecimientos industriales para tratar en etapas posteriores el
metal extraído de sus propias montañas.
Esas falencias en la forma en que Argentina encara el
desarrollo minero, se agudizan con cierta imagen de anarquía institucional que
permite que seis provincias, Córdoba entre ellas, tengan leyes antimineras pese
al marco nacional que favorece la actividad. O leyes provinciales que demonizan
la extracción de uranio al mismo tiempo que la Nación tiene en desarrollo
un plan energético para contar con seis centrales nucleares. O que el Congreso
de la Nación
apruebe por unanimidad leyes ambientales que luego son ignoradas: eso sucedió
con la Ley de
Glaciares, cuyo espíritu conservacionista ha sido violado por las provincias
cordilleranas que aprobaron sus propias leyes. También ocurrió con la ley
26.659 de Hidrocarburos que el Congreso aprobó por unanimidad el año pasado y
que el Ejecutivo nacional no cumple, porque afectaría la actividad de las
empresas mineras extranjeras que comparten accionistas con las compañías
petroleras que exploran la plataforma continental argentina de las Islas
Malvinas.
En todos estos casos, el mayor peligro no es la
contaminación, sino la irresolución política. Peor que el cianuro, es la falta
de transparencia en las decisiones que llevan a comunidades como Famatina al
borde del estallido. Argentina ya decidió que va a tener minería a cielo
abierto. Falta que actualice sus ambiciones a esa decisión, y que resuelva cómo
va a tratar a las comunidades que sufrirán las consecuencias de aquella
determinación.
Fuente:
La Voz del Interior, 29/01/2012, "Argentina: sin una política de Estado sobre la megaminería". Consultado 29/01/2012.
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