por Carlos Sardiña
“La causa de estas inundaciones es el mal karma, tenemos mal
karma porque nuestro Gobierno no es bueno, mató a mucha gente este año”, me
comentaba hace unos días en voz baja, con miedo a ser oída, la dueña de una
librería de lance en Bangkok, una mujer menuda de unos cincuenta años
procedente de Buriram, una de las provincias de Tailandia en las que las
lluvias han sido más destructivas este año. Es difícil saber cuántos
tailandeses comparten la opinión de la librera, aunque probablemente no sean
pocos, pero dejando aparte unas supersticiones bastante arraigadas entre la
población, las peores inundaciones que ha sufrido el país en varias décadas
tienen una innegable dimensión política.
Las regiones del norte y el centro de Tailandia son las que
han sufrido el desastre. Las lluvias han caído con especial fuerza este año,
anegando una de las zonas más pobres del país, y ahora amenazan con inundar
también el sur. Según el Gobierno ya han muerto 68 personas en las dos últimas
semanas, más de tres millones han perdido sus hogares, muchas infraestructuras
han quedado destruidas y se ha echado a perder una gran parte de la cosecha de
arroz, el principal recurso de la región. Dos semanas después de que comenzaran
las lluvias torrenciales, el primer ministro Abhisit Vejjajiva ha declarado que
lo peor podría estar por venir y ya se calcula que los daños podrían reducir al
menos en un 1 % el crecimiento económico del país este año.
Muchos comparan la gestión de Abhisit Vejjajiva con la de
Thaksin Shinawatra ante el tsunami que en diciembre de 2004 arrasó las costas
occidentales del país. En aquella ocasión, Thaksin visitó las zonas afectadas
rápidamente y, en numerosas ocasiones, asumió en persona el mando de las
labores de ayuda y rescate e incluso se permitió rechazar la ayuda extranjera
(también hay que decir que la economía tailandesa estaba entonces en mucha
mejor forma que ahora). Dos meses después se celebrarían las elecciones en las
que fue reelegido por una aplastante mayoría absoluta, en gran medida gracias
al aumento de popularidad que le proporcionó su eficiente gestión de la crisis.
En esta ocasión, la respuesta del Gobierno ha sido mucho más
lenta. El Gobierno no nombró un comité para supervisar las operaciones ni
ordenó evacuar las zonas en peligro hasta una semana después del desastre y la
ayuda ha tardado varios días en llegar a muchas zonas gravemente afectadas. El
Gobierno ha tardado quince días en aprobar un paquete de ayuda para los
damnificados de 2.900 millones de bahts (unos 69 millones de euros), que muchos
consideran insuficiente. La oposición acusa al Gobierno de dejar a la
población abandonada a su suerte y el Partido Demócrata de Vejjajiva culpa a
los partidos más pequeños de la coalición de Gobierno de obstaculizar las
operaciones de ayuda.
Sean Boonpracong, antiguo portavoz de la UDD (la principal organización
de camisas rojas), ahora reconvertido en analista político tras la disolución
de la misma, me explicaba ayer que la diferencia entre las gestiones del
Gobierno de Thaksin y las del de Abhisit estribaba en la forma de hacer
política: mientras Thaksin ejercía una autoridad personal sumamente fuerte y el
poder se concentraba en sus manos, lo que provocó las acusaciones de
autoritarismo en su contra pero facilitó la toma de decisiones rápidas, el
Partido Demócrata está mucho más burocratizado y, como consecuencia de ello,
las decisiones se toman de una forma mucho más lenta.
Los convoyes de los camisas rojas
Mientras tanto, algunos grupos de camisas rojas han decidido
organizar sus propias caravanas para llevar ayuda a las zonas afectadas. Poco
después de las inundaciones, crearon el grupo “Red Cyber” para coordinar la
ayuda de los diferentes grupos y particulares a través de internet. Tras pedir
un préstamo de 30.000 baht para pagar los gastos, algunos de ellos
establecieron una carpa en el centro de Bangkok que funciona como centro de
operaciones, en la que se reciben las donaciones que aportan ciudadanos
particulares, se empaqueta la ayuda y se envía cada día a las zonas afectadas
en convoyes que han estado viajando toda
la semana. El pasado sábado viajé con uno de ellos para visitar las zonas
inundadas y comprobar cómo se repartía la ayuda.
La caravana estaba formada por unas doce camionetas, dos
pequeños camiones y un par de automóviles, todos ellos con banderas rojas, que
transportaban tres mil bolsas con alimentos, ropa, y utensilios como linternas.
Estaba integrada por unos cincuenta voluntarios de todas las edades y clases
sociales. Yo era el único extranjero y, como me ha sucedido a menudo con los
camisas rojas, muchos de ellos estaban deseando hablar para expresar sus ideas
políticas (que en no pocos casos se han radicalizado después de que el Gobierno
disolviera violentamente las protestas en Bangkok el pasado mes de mayo).
El objetivo del convoy era repartir las bolsas en tres
pueblos diferentes de la provincia de Nakhon Ratchasima, a unos doscientos
kilómetros de Bangkok. Sin embargo, pocas cosas iban a suceder según lo
previsto.
En medio de un ambiente festivo, el convoy partió de la
plaza del Monumento de la
Victoria a las 7 de la mañana. Aproximadamente una hora
después de iniciar el viaje, el convoy se detuvo bruscamente. Uno de los
camiones había volcado en medio de la autopista tras pinchar una rueda. Con el
motor humeando, un grupo ayudó a salir a la conductora y su acompañante.
Ninguna de las dos había resultado herida, pero el convoy quedó detenido en la
autopista durante dos horas.
La caravana siguió su camino hasta la ciudad de Nakhon
Ratchasima. Allí dejó parte de su carga y una mujer de la ciudad pronunció un
discurso que culminó con el grito de “¡los camisas rojas cuidan de los camisas
rojas!”, que repitieron todos varias veces.
A las cinco de la tarde el convoy salió hacia Kok Makok, un
pequeño pueblo a una hora de la capital provincial. Las inundaciones eran
visibles en algunos puntos de la carretera donde el agua casi cubría las ruedas
de los vehículos. El conductor de la camioneta que encabezaba el convoy era el
único que sabía llegar a la población a la que nos dirigíamos, pero la caravana
lo perdió de vista. Ya de noche, los vehículos entraron en un pueblo y fueron a
la plaza del ayuntamiento. Un grupo de personas, en su mayoría niños, comenzó a
hacer cola para recibir las bolsas, pero los miembros del convoy se dieron
cuenta de que se habían equivocado de lugar y decidieron marcharse.
Tras algunas llamadas de teléfono, el convoy se dirigió al
pueblo correcto, que en realidad estaba situado a unos escasos cincuenta metros
del anterior. En vista de que ya era muy tarde, los voluntarios decidieron
dejar las bolsas en un pequeño hospital para que sus contactos locales las
repartieran a la mañana siguiente.
Tras dejar la ayuda en el hospital, Chali, un calmado y
delgado publicista jubilado de Bangkok, que pertenece al movimiento desde el
principio y se ocupa de vender libros en las manifestaciones y actos para
recaudar fondos, me explicó que los camisas rojas reparten ayuda a todo aquel
que lo necesite, independientemente de si simpatiza con el movimiento o no,
pero que no podían hacerlo en el primer pueblo porque no era el previsto y
porque “no conocemos a esa gente”, y que funcionan a través de contactos, a
menudo personales o familiares: cuando tienen un contacto en una población,
entonces reparten ayuda a todos los habitantes de la misma. En su opinión,
podría ser arriesgado repartir ayuda en un lugar en el que no se conoce a
nadie, ya que “nunca se sabe en el noroeste”, donde, según él, por la noche
acechan los bandidos que roban a los incautos e incluso a veces cometen
asesinatos sin dejar el menor rastro.
Es muy probable que las explicaciones de Chali reflejen más
los miedos y prejuicios arraigados entre muchos habitantes de la capital con
respecto a las zonas rurales, que los auténticos peligros que acechan en el
campo, pero, ya sea porque “nunca se sabe en el noroeste”, por el error cometido,
por haberlo cometido delante de un periodista extranjero o por una combinación
de todo ello, los miembros de la caravana parecían bastante nerviosos. El
convoy volvió a perderse en el camino de vuelta y estuvo deambulando durante
casi tres cuartos de hora por las carreteras secundarias de la comarca en medio
del incesante e hipnótico zumbido de los insectos, hasta que finalmente
encontró la autopista. Cuando llegó a Bangkok, el ambiente festivo de la mañana
se había disipado por completo.
Saraburi
En vista del fracaso del viaje anterior, dos días después
decidí volver a acompañar al último convoy previsto. En esa ocasión los camisas
rojas iban a viajar a la provincia de Saraburi, a unos 100 kilómetros al
norte de Bangkok, una de las zonas más afectadas por las inundaciones. Tras
algo más de una hora de viaje en la que no paraba de sonar la canción “Rak Kon
Sua Deng” (“amamos a los camisas rojas”), que se ha convertido en el himno del
movimiento, llegamos a las afueras de un pueblo llamado Muang Ngam.
Los campos de arroz que flanqueaban la carretera estaban
completamente anegados y es probable que se pierda la cosecha. Se calcula que,
por culpa de las inundaciones, disminuirá la producción de arroz entre un 15 y
un 20 % con respecto al año pasado, lo que unido a las pérdidas en
otros países como Filipinas y Pakistán debido a inundaciones similares, hará
que se dispare el precio del cereal en todo el mundo.
El convoy no fue bien recibido en Muang Ngam. En el camino
que conducía al ayuntamiento ondeaban decenas de banderitas azules (el color de
la reina Sirikit y de los viernes, el día en que nació). Una organización
benéfica vinculada a la familia real iba a visitar el pueblo unas horas más
tarde para repartir ayuda. Las autoridades locales no estaban dispuestas a
aceptar los paquetes de los camisas rojas el mismo día en que les visitaba una
organización vinculada al Palacio y exigieron al convoy que se marchara. En el
siguiente pueblo sucedió lo mismo, por que la caravana siguió avanzando hasta
encontrar una población que no exhibiera los banderines azules.
Con “Rak Kon Sua Deng” sonando a todo volumen, el convoy
llegó finalmente a la población de Ta Luang, una población relativamente
grande. Uno de los barrios estaba completamente inundado y en algunos lugares
el agua alcanzaba un metro y medio de altura. La causa de las inundaciones
había sido el desbordamiento de una presa cercana, una de las muchas
inauguradas por el rey.
El primer ministro Abhisit Vejjajiva había visitado el
pueblo unos días antes. Según algunos de sus habitantes, el Gobierno dejó la
ayuda en un almacén para que fueran a recogerla las personas empadronadas en la
zona, pero mucha gente no está empadronada donde vive o lo está demasiado lejos
y no puede desplazarse debido precisamente a las inundaciones.
Los camisas rojas comienzan a repartir sus bolsas casa por
casa con la ayuda de cuatro barcas. Una anciana nos muestra con orgullo un
billete de 20 baht firmado e insiste en que la fotografíe con él en la mano. La
mujer asegura que se trata de la firma del ex primer ministro exiliado Thaksin
Shinawatra, que se lo entregó durante una visita en su última campaña electoral
hace cinco años.
Tras repartir la ayuda en Ta Luang, el convoy se dirige a
Tabua, un pueblo mucho más pequeño y también más pobre, que consiste en un
puñado de casas de madera construidas en apenas tres calles sin asfaltar junto
a una pequeña fábrica. En algunas calles el agua llegaba hasta el techo de las
casas y sus habitantes tenían que dormir en el tejado. Dos días antes les había
visitado la organización de una de las hijas del príncipe heredero, que
repartió veinte bolsas con alimentos y ropa para todo el pueblo. Ésa era toda
la ayuda que habían recibido hasta el momento
Una vez hecho el reparto, la caravana de camisas rojas
emprende el regreso a Bangkok. Es el último convoy tras siete jornadas y
algunos de los voluntarios han participado en todas, por lo que ya acusan el
cansancio. La ayuda que han repartido no es más que una gota en el océano y
aunque subyace un innegable propósito propagandístico, no cabe duda de que las
intenciones de los voluntarios son sinceras. Además, unos completos
desconocidos han estado trabajando hombro con hombro en un proyecto común. Pese
a las torpezas y deficiencias en la organización, el reparto de ayuda es una
muestra del poder de una incipiente sociedad civil con capacidad para
movilizarse y suplir las funciones de un estado que no ha actuado ni con la celeridad
ni con la eficacia que debía para ayudar a una población afectada por una
enorme tragedia.
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