por
Ariel Dorfman
Santiago de Chile - Chilli: el fin del mundo.
Los
aymara designaban así, con ese nombre, al territorio que hoy es la
república de Chile, significando un lugar tan lejano y apartado que
en ese confín se acababa la tierra.
Después
de este verano que mi mujer y yo hemos pasado en Santiago se me
ocurre, sin embargo, que subyace a esa palabra originaria otra
posible definición, quizás profética: Chile como el límite donde
lo que se acaba no es el espacio, sino el tiempo, los días que le
quedan a la tierra en poder de los humanos.
Nunca
han descendido sobre este país meridional tantas catástrofes
naturales seguidas. Por una vez, no se trata de los terremotos y
tsunamis que nos han asediado desde tiempos inmemoriales. Pero lo que
viene sucediendo ahora es una serie de desastres creados por nuestra
propia especie.
Primero
vinieron los incendios forestales, la mayoría de ellos al sur de
Santiago. No existen precedentes para tantas hectáreas -miles de
miles- reducidas a escombros. La conflagración, que mató a
residentes y ganado, devastando aldeas enteras y quemando árboles
centenarios además de numerosos bosques cultivados para la
exportación, solo pudo contenerse cuando arribaron desde el
extranjero aviones supertanker (Boeing e Ilyushin) que pudieron
descargar toneladas de agua sobre las zonas afectadas.
Aquellos
que no estábamos amenazados en forma inmediata por las llamaradas
infernales sufrimos otras consecuencias. El aire acá en Santiago,
envilecido de humo y cenizas, se hizo irrespirable, una situación
agravada por temperaturas inusitadamente elevadas que no disminuían
de noche, como solía ser habitual, negándonos, entonces, el
consuelo de algún frescor que hubiera permitido enfrentar el día
siguiente con energía y vivacidad.
Rogábamos
de que lloviera, por mucho que supiéramos de sobra que jamás llueve
en la región de Santiago en el verano. Cuando nuestros ruegos
recibieron una respuesta de la naturaleza y sobrevinieron,
sorpresivamente, las lluvias, no fueron en las zonas donde los
incendios seguían apareciendo en forma esporádica, sino en los
glaciares de los Andes mismos. Un torrente de tal furia que los ríos se desbordaron, inundando valles y poblados, puentes y caminos con
barro y despojos. Como un diluvio semejante nunca había sucedido en
los meses estivales, las procesadoras de agua no estaban preparadas
para la emergencia.
Esto
dejó a millones de chilenos sin agua potable en sus hogares y
negocios: no había qué beber, cómo cocinar o lavarse o refrescar
las plantas. Es como si nos hubiera caído encima una plaga: perros
callejeros sedientos y desfallecientes y plantas marchitándose y
filas inacabables de usuarios con bidones, botellas, receptáculos de
todo tipo frente a centros de distribución.
Primero,
tanto fuego que es imposible respirar; enseguida, tanta agua que es
imposible beber.
¿Y
ahora qué?
Anuncian
que muchas playas de Chile, igual que el año pasado, deben cerrarse
debido a la invasión de armadas de medusas azules, las temibles
“fragatas portuguesas”. Y que los peces perecen ante mareas rojas
tóxicas. Y se nos cuenta que la fisura gigante de Larsen ha crecido exageradamente en la Antártida, aumentando la probabilidad de que se
desprenda un iceberg de miles de kilómetros cuadrados y se desplome
en el mar, un pedazo tan colosal de hielo que, a medida que se vaya
derritiendo, habrá de transformar la ecología y el nivel de los
océanos. Y Chile, en vista de la contigüidad con la Antártida
(cuya soberanía comparte con otras naciones), será una de las
primeras víctimas.
No es
extraño, por lo tanto, que este país no ha cerrado sus ojos ante lo
que se cierne sobre nuestros campos, bosques, agua, costa. Todos los
habitantes -y me refiero a todos, desde la extrema izquierda hasta
la extrema derecha- comprenden que en este último confín del
mundo estamos presenciando una hecatombe de proporciones épicas que
presagia el fin irremediable de ese mundo tal como nuestra especie lo
ha conocido desde su surgimiento, y que todos debemos emprender algo
igualmente épico, una hazaña desmesurada, si queremos cambiar
nuestro destino antes de que sea demasiado tarde.
Pero
también entendemos que somos un país pequeño, y que esa
transformación primordial depende sobre todo de otros actores
internacionales. Serán otros quienes determinen, en forma global,
nuestro futuro.
Lo
que es entonces de veras intolerable, mientras rugen los incendios y
la lluvia cae a torrentes en una época del año en que no debería
caer una gota, y los ríos se abruman de barro y la fauna marina
muere y la Antártida se hace pedazos, lo que me enfurece y desespera
es que justo en este momento aciago en la historia natural de Chile,
justo ahora estoy forzado a contemplar cómo el gobierno de los
remotos Estados Unidos, ese país donde con mi mujer vivimos la mayor
parte del aňo, está anulando las regulaciones ecológicas que,
aunque insuficientes, constituían pasos progresistas necesarios para
garantizar un porvenir más limpio y sano.
Y,
estando a punto de retornar a nuestro hogar en los Estados Unidos,
nuestros amigos y familiares acá en Chile, nos preguntan, una y otra
vez: ¿Acaso puede ser cierto? ¿Puede ser cierto que Trump esté
preso de una estupidez tan suicida como para negar que exista el
cambio climático, tan demente como para instalar como su zar del
medioambiente a un enemigo de la madre tierra? ¿Puede encontrarse
tan encandilado por la avaricia ciega de la industria de la
extracción energética, tan ignorante de la ciencia, tan
monumentalmente altanero, que no se da cuenta que nos estamos
acercando, que él nos está acercando, al Apocalipsis? ¿Puede ser
cierto?, preguntan y vuelven a preguntar, atónitos.
Y la
respuesta, para nuestro infortunio, es que sí, que es más que
cierto.
Ariel Dorfman es profesor emérito de literatura de Duke University y autor de La Muerte y la Doncella y de la novela Allegro.
Fuente:
Ariel Dorfman, Un mensaje desde el fin del mundo, 08/04/17, The New York Times. Consultado 14/04/17.
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