por Jonathan
Gilbert
Victorica,
Argentina. Cada año, la noche del 23 de junio, se reúnen en un
lugar sagrado en estas llanuras ocres para celebrar el Año Nuevo de
un calendario precolombino. Vestidos con ponchos y un tipo de joyería
llamado tupu, ofrendan comida, celebran un banquete con costillas
asadas y cuentan historias. Por la mañana marchan alrededor de un
poste ceremonial de madera y una fogata alimentada durante la noche
en honor a la tierra.
Para los indios
ranqueles la escena está cargada de emociones y ofrece una visión
de su resurgimiento en medio de una larga lucha por el reconocimiento
después de siglos de penurias y pérdidas.
A lo largo de
todo el continente americano, por supuesto, se han desarrollado
luchas similares, pero el sentimiento de haber sido excluidos del
diálogo nacional ha sido especialmente grave para los pueblos
indígenas de Argentina.
Mientras que
legisladores de Buenos Aires y de las provincias han hecho distintos
esfuerzos de reconciliación, los líderes indígenas se quedaron
perplejos el año pasado cuando Mauricio Macri, después de ganar la elección presidencial, destacó solo los logros de los inmigrantes
europeos influyentes en su discurso (más tarde trató de calmar los
ánimos reuniéndose con representantes indígenas).
“Ningún
presidente argentino ha hecho esfuerzos reales para reparar el daño
hecho a los pueblos indígenas”, dice Pedro Coria, de 51 años,
sindicalista y presidente del Consejo de Caciques Ranqueles en Santa
Rosa, la capital de la provincia de La Pampa.
Ese daño comenzó
después de la conquista española, con trabajos forzados en minas
lejos de su tierra natal y el uso de indígenas como moneda de cambio
en acuerdos comerciales. Las tribus se resistieron en el siglo XIX
con varios malones. Sin embargo, a finales de la década de 1870,
Julio Argentino Roca, entonces general y futuro presidente, encabezó
una campaña llamada la Conquista del Desierto en la que les arrebató
las pampas y el norte de la Patagonia.
El general Roca,
considerado durante mucho tiempo como un héroe que abrió paso en el
“desierto” para los inmigrantes europeos pobres y unió a una
nación rebelde, ha sido catalogado más recientemente como un
genocida por historiadores y activistas. Eso dio lugar a campañas
para rebautizar bulevares que llevaban su nombre, derribar estatuas
suyas e incluso eliminar su imagen y sus conquistas del billete de
100 pesos.
Sin embargo,
sigue sin haber un consenso acerca del trato dado a los indígenas en
el pasado, ni tampoco se ha dado respuesta a sus demandas en el
presente. Hace poco, en un largo editorial, el influyente diario
conservador La Nación salió en defensa del general Roca.
En otros países
de la región el movimiento indígena ha logrado triunfos notables.
En Bolivia, un presidente indígena, Evo Morales, gobierna el país
desde hace más de una década. En Paraguay, el guaraní sigue siendo
tan utilizado como el español. En Ecuador, el gobierno incorporó
conceptos indígenas en la Constitución de 2008.
No obstante, en
Argentina, la conmemoración del bicentenario de la independencia en julio resultó irritante, y pareció confirmar las sospechas de los
pueblos indígenas de que se estaban ignorando su cultura y su
historia.
En una
declaración conjunta, algunos grupos lanzaron una pregunta retórica:
“¿Qué tenemos que celebrar?”.
Mientras los
debates sobre las comunidades qom y wichí del norte de Argentina
suelen tratar sobre la desnutrición infantil y los indígenas
mapuche en la Patagonia luchan contra la invasión de la industria del petróleo de fractura hidráulica (o fracking), las comunidades
ranqueles han surgido como pacientes defensoras de los derechos
indígenas.
Las comunidades
se han asegurado una serie de victorias, incluyendo la resolución de
controversias territoriales y la transcripción fonética de libros
de texto para conservar su lengua, que no era escrita. En términos
más generales, han revertido una tradición entre los argentinos del
interior de ocultar sus orígenes ranqueles. Tener un linaje indígena
ya no es causa de vergüenza, sino que ahora es motivo de orgullo.
“Sus esfuerzos
han pasado casi inadvertidos”, explica Graciana Pérez Zavala,
historiadora de la Universidad Nacional de Río Cuarto, quien ha
escrito ampliamente sobre los ranqueles.
“Están
acabando con la idea de que los pueblos indígenas fueron
exterminados durante la Conquista del Desierto”, dice. “Nos están
demostrando que están vivos”.
A una corta
distancia de Victorica, un pueblo rural de unos 6000 habitantes
rodeado de bosques, los ranqueles pueden señalar el que quizá sea
su mayor logro: la devolución de un sitio de dos hectáreas que fue
parte de su asentamiento más grande, Leuvucó, antes de que el
general Roca incumpliera los acuerdos de paz y enviara soldados a
arrasar con todo en las llanuras centrales.
El grupo indígena
logró recuperar un terreno baldío en 2001 después de dejar de lado
rivalidades entre clanes, y de buscar ayuda de autoridades federales
y provinciales. Ahí es donde celebran el Año Nuevo y donde
enterraron los restos de un importante cacique del siglo XIX,
Panguithruz Güor, cuyos restos habían permanecido en un museo a 804
kilómetros de allí.
Para los que no
pertenecen a su etnia, esa franja de tierra y el monumento oxidado en
honor a varios caciques ranqueles pueden parecer poco más que
símbolos, pero tienen poder.
“El simbolismo
es importante”, dijo en una entrevista Fernanda Alonso, ministra de
desarrollo social de la provincia de La Pampa. Para que los ranqueles
prosperen, aseguró, “tienen que reconstruir su pasado”.
Anteriormente,
era poco probable que quienes visitaban La Pampa se enteraran de la
herencia indígena de la provincia, aunque tal vez podrían haber
notado la imagen de un ranquel en el escudo provincial y en algunos
caminos antiguos.
Aunque algunos
académicos señalan los esfuerzos anteriores que se han hecho para
avanzar en la causa de los pueblos indígenas, 2001 se considera en
términos generales el año del renacimiento de los ranqueles, ya que
se dio impulso a más de 20 comunidades a lo largo de La Pampa.
“La restitución
fue un hito”, dice María Inés Serraino, maestra de ciencias en
Victorica, donde los vecinos anunciaron su llegada con un aplauso.
“Se está preparando el terreno para el rescate de una cultura que
siempre se nos negó”.
Serraino recordó
cómo su abuela paterna, una indígena ranquel que se casó con un
inmigrante siciliano, le contaba historias sobre los valores
indígenas, como el amor por la naturaleza y la vida comunitaria.
En años
recientes, ella y su familia han conformado una comunidad ranquel de
catorce personas, reconocida por el Instituto Nacional de Asuntos
Indígenas.
Aunque se han
visto fortalecidos por una ley promulgada en 2006, los pueblos
indígenas de Argentina siguen luchando por sus derechos sobre la
tierra. Sin embargo, a la comunidad de Serraino -que lleva el
nombre de su abuela- las autoridades municipales le entregaron un
terreno de seis hectáreas. En esa tierra, su grupo quiere revivir la
tradición de la agricultura de subsistencia comunitaria. También se
está construyendo una pequeña edificación para reuniones y eventos
culturales.
A lo largo del
centro de Argentina se han repetido historias de éxito similares, no
solo en La Pampa, sino también en la cercana Provincia de San Luis.
En La Pampa
occidental las autoridades respaldan a las comunidades ranqueles,
incluyendo una llamada Epumer, sobre la que pesaba una amenaza de
desalojo debido a batallas legales por el territorio. A medida que
los agricultores buscan nuevas fronteras más allá del corazón
agrícola del país, se teme que aumenten los conflictos por la
tierra.
Tratando de
volver a conectar a la población con sus raíces indígenas, los
líderes también imparten charlas entre los niños en las escuelas.
En Santa Rosa, donde se celebrará una reunión cumbre de pueblos indígenas de Latinoamérica este mes, el consejo de caciques se mudó
hace unos cinco años a una modesta sede rentada que alberga una
pequeña biblioteca y habitaciones para huéspedes.
En una sala de
reuniones donde se exhibe un nuevo diseño de la bandera de los
ranqueles se enseñan clases de su idioma a grupos de adultos. En
Victorica incluso las señales de tránsito incluyen traducciones al
ranquel de los números de las calles.
A pesar de ello,
los obstáculos continúan. Los abogados defensores dicen que hasta
ahora, por ejemplo, ninguna comunidad cuenta con los títulos de
propiedad de las tierras recuperadas.
Para recalcar la
naturaleza provisional del logro más importante de los ranqueles,
Osvaldo R. Borthiry, el hombre de 83 años que donó las dos
hectáreas en el sitio de Leuvucó, dijo que sus hijos decidirían el
futuro de la propiedad.
Otros descartan
la idea de trabajar dentro del sistema y abogan por una posición
separatista. “Cuando tu país no representa quién eres, ¿qué más
puedes hacer?”, dijo Miguel Ángel Saulo, de 62 años, líder de
los tehuelches en el sur de Argentina.
Sin embargo, los
ranqueles y sus defensores no se desaniman.
“Solía ser
motivo de vergüenza decir que eras descendiente de indígenas”,
dijo Marcela Suárez, una conserje de 46 años, mientras daba vueltas
al poste de madera en Leuvucó. “Ahora es un orgullo”.
Fuente:
Jonathan Gilbert, El resurgimiento de algunos pueblos indígenas en Argentina tras siglos de penurias, 15/09/16, The New York Times. Consultado 19/09/16.
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