sábado, 19 de diciembre de 2015

¿Cambia el clima?

por Sergio Federovisky

El inicio de las negociaciones en la Convención de Cambio Climático en París, además de abrir una módica expectativa de obtener algún compromiso internacional serio alguna vez, obliga a mirar hacia el país que peor ha hecho las cosas en los últimos doce años en la materia: Argentina.

La coartada histórica de los países en desarrollo consistió en exigir que el esfuerzo de readecuación recayera sobre los países ricos, aquellos que habían alcanzado su elevado estándar a costa del desastre de los recursos naturales (propios y ajenos). El argumento es justo, pero, como indica Ignacio Lewkowicz, no habría campo de intervención: ¿suponía esto que el crecimiento de los países atrasados debía hacerse al mismo costo ambiental? Imposible, pues no habría planeta que alcance y porque supondría que los momentos históricos -y por ende las capacidades tecnológicas- son idénticos, cosa claramente falaz.

Algunos entendieron que la demanda histórica debía seguir en pie y que ciertamente el esfuerzo central debía provenir de los países centrales, pero que simultáneamente se abría una opción para promover un modelo adecuado, ya no a un desarrollismo tardío nostálgico de la Guerra Fría, sino a los parámetros de sustentabilidad (económica, ambiental y social) del siglo XXI. Y que esto último no supone apenas una pizca de testimonialidad en un océano de extractivismo, sino una política pública dirigida a alcanzar otros modos de obtención de energía, de producción agrícola, de transporte.

Pese a su otrora liderazgo internacional en materia de negociación climática, Argentina no entendió que había algo más que el reclamo de justicia histórica. Así, en una década se convirtió en el segundo país de América Latina (detrás de Venezuela) en cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero per cápita. Si se compara a escala mundial, el guarismo nos pone por encima de países industrializados como Francia a Italia, que integran el lote de los "culpables históricos" del calentamiento global.

La Argentina ha conseguido en los últimos diez años convertirse en un contaminante considerable (no ingresaba a la lista de los primeros cien y ahora se codea con los primeros treinta países emisores de gases de invernadero). Los recostados en el rincón ideologista podrán decir que fue el costo del desarrollo, siempre y cuando -con parámetros arcaicos, claro está- se siga considerando que más petróleo, más transgénicos y más desmontes constituyen un indicador válido de desarrollo.

Es probable también que en la Argentina opere la idea, tan arcaica como la anterior, de secuencialidad: primero hay que ocuparse de crecer a como dé lugar y más tarde del medio ambiente. Esto, que a esta altura del debate ambiental bien puede considerarse analfabetismo ecológico, puede explicar el notable desguace de todo organismo del rubro, empezando por colocar sólo favores políticos al frente de la exangüe Secretaría de Medio Ambiente.

¿Se podría haber hecho otra cosa? Obviamente.

La participación de las energías limpias en la matriz de generación eléctrica es insignificante -menor al uno por ciento- y está entre las tres peores de la región, pese a la oferta potencial, eólica y solar que tiene el país.

La tasa de deforestación de la última década fue, en términos absolutos, la más alta del siglo. El dato obtiene más trascendencia y agrega más angustia ambiental, cuando se comprueba que más de un tercio de los gases de invernadero que emite la Argentina provienen de la expansión incontrolada de la frontera agropecuaria.

La ausencia de toda política pública en materia de transporte (a escala nacional y de las grandes ciudades) hace de la Argentina el único espécimen internacional que en tiempos de cambio climático desinvierte en subte y trenes en beneficio del transporte a nafta.

Los residuos sólidos urbanos (la basura) se tratan en la Argentina mediante el atrasado paradigma del enterramiento, mientras que la recuperación energética es el modelo que hoy predomina en todo el mundo sensato.

Sólo estos ejemplos (hay muchos otros) desnudan la ausencia real de política pública en materia ambiental.

Se anunció en estos días la creación de un ministerio en la materia, lo que abre al menos cierta expectativa. Se sabe, no obstante, que un ministerio no garantiza una política pública, máxime cuando se trata de un concepto obligatoriamente transversal como el ambiente. Idoneidad, capacidad de implementación de políticas públicas e influencia real sobre las demás áreas del Estado en que se definen los modelos de explotación de recursos naturales son elementos mucho más determinantes que las consignas y la emocionalidad.

La posición de la Argentina ante la Cumbre Climática de París reconoce las carencias de la última década. Cada país ha presentado, según su nivel de compromiso y el perfil de su economía, metas de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para los próximos treinta años. Las metas presentadas por la Argentina están entre las más bajas del continente, por detrás de México y Brasil. Es lógico, en un país en el que la política ambiental ni siquiera forma parte de un debate.

Sergio Federovisky es biólogo, periodista ambiental, autor de Argentina, de espaldas a la ecología

Fuente:
Sergio Federovisky, ¿Cambia el clima?, 18/12/15, Infobae.

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