martes, 26 de agosto de 2014

Volver de la tormenta de fuego


Isidoro fue uno de los heridos más graves de los incendios de 2013. Estuvo 25 días en coma. Hoy está recuperado en un 90 por ciento. Su historia figura en el multimedia Córdoba bajo fuego.

por Juan Carlos Simo

Mientras parecía titubear en la frontera de la vida y la muerte, Isidoro Pelliza (49) dormía en un coma profundo, sin saber que un pino se había estrellado contra su cabeza en medio de los feroces incendios de septiembre del año pasado. Ahora, un año después, cuando cuenta lo que le pasó, lo hace como si hubiese sido otro el que estaba ahí.

“Yo no tengo nada contra el pino”, dice. Se ríe. Su recuperación asombró a los médicos y a su familia -su esposa, sus cinco hijos- y aquí está, mostrando en su calva la cicatriz de la intervención a la que lo sometieron para descomprimir la sangre encerrada por el golpe. Estuvo 25 días en coma profundo, luego otra veintena de jornadas en la transición de terapia intermedia y sala común hasta el día en que llegó a su casa de barrio San Carlos, de Córdoba capital, en silla de ruedas, con una traqueotomía y dificultades para lidiar con los nombres y los recuerdos.

La historia que cuenta como de otro pero que es bien suya se desarrolla en pocas horas, pero abunda en intensidad. Comienza el lunes 9 de septiembre de 2013 a las 17.30 en su campo de 14 hectáreas ubicado entre Athos Pampa y Villa Alpina, donde tiene un complejo de cabañas (Ayllú Pelli). El bosque ya está incendiado. Viene manejando un cuatriciclo con Lauro, un empleado, en el mismo rodado. Cerca viene su hijo Rodrigo, con otro joven, en otro cuatriciclo. Y, de pronto, el famoso pino.

“El pino le cayó sobre la cabeza y después le atrapó la pierna con el cuadriciclo. Intentamos moverlo como podíamos. Encima el fuego se nos aproximaba. Lauro se fue a buscar la camioneta. Yo me quedé con él...Vino Lauro y no sé a quién se le ocurrió subir la motosierra... menos mal, porque más adelante había un tronco cortando el paso”, recuerda Leandro.

En el camino se cruzaron un camión de bomberos que, creen, avisó a la ambulancia que los esperaba ya lista en la base de Villa Alpina. Rodrigo, ahora que tiene a su padre en casa y que lo acompaña de vuelta a su campo, todas las semanas, lee en esas circunstancias que los ayudaron en medio de la tragedia la mano de Dios.

Los canales de televisión captaron la llegada desesperada de la camioneta que traía a Isidoro casi agonizando en la caja y a su hijo sosteniéndole la herida en la cabeza. Después fueron a Santa Rosa de Calamuchita. Se cortó la luz y los médicos corrían desesperados, recuerda Leandro. Luego fue el traslado a una clínica privada de Córdoba. Y ahora está aquí, contando lo vivido, en un relato que arma escuchando a los suyos. “No me acuerdo nada de eso. Nada de nada”, dice Isidoro.

En aquel día dramático en el campo, estaba ahí Cecilia, su esposa. Este diario la encontró con sus cinco hijos, en silencio, esperando el turno para ver al padre de la familia, en la clínica, cuando los pronósticos no eran buenos. “Vino pesando 30 kilos menos”, dice, mirando a sus hijos. El mayor, Leandro, apunta: “Un neurólogo nos dijo que lo suyo era como cruzar un río con un puente que no existía. Que tenía que imaginarlo. Lo cruzó. Hoy está muy recuperado, entre un 90 y un 95 por ciento”.

Entre sus hijos se fueron distribuyendo las obligaciones de la casa, el negocio familiar de pollos y el complejo de cabañas, que después de las lluvias perdió el negro tétrico de los incendios y dejó disfrutar del verde, aunque claro, queda parte del paisaje calcinado. Las cabañas funcionan. Hay un nuevo camino hasta la ruta, obligado por el rastro que dejó el fuego. Por ahí maneja Isidoro en camioneta, recuperando recuerdos y reconstruyendo otros con la ayuda de sus familiares. “En Córdoba no manejo. Hice la promesa de que no iba a volver a hacerlo hasta el 9 de septiembre”, afirma Isidoro.

Por la casa el hombre se desliza con excelente humor. Sabe que su familia estuvo al lado pero desdramatiza: “El incendio hasta quemó los pinos que yo quería sacar”. Su esposa Cecilia sabe que no todo fue risas, que hubo lucha. Que costó. Tiene una hipótesis para explicar esto que vemos: ”Él aceptó lo que le había pasado. Dijo que si quedaba mal, también lo iba a aceptar, que así tenía que ser”. En una tarde plácida bajo el sol de invierno, en la puerta de su casa, ante el fotógrafo, Isidoro abraza a su esposa, a sus hijos Leandro, Rodrigo y Franco, y lamenta la ausencia momentánea de sus otros chicos, Yamila y Martín. Un año después, esa es la vida que le toca y que puede contar por sí mismo.

Fuente:
Juan Carlos Simo, Volver de la tormenta de fuego, 25/08/14, La Voz del Interior. Consultado 26/08/14.

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