domingo, 4 de noviembre de 2012

Horribles Aires


por Antonio Elio Brailovsky

Quiero compartir con ustedes un texto de mi reciente libro "Historia Ecológica de la Ciudad de Buenos Aires", en el que desarrollo la relación naturaleza-sociedad durante los varios siglos de vida de esta ciudad. La perspectiva es transdisciplinaria y la otorga un peso importante a las manifestaciones culturales vinculadas con el ambiente urbano.

La ciudad de Buenos Aires es uno de los sitios más estudiados del mundo. A los porteños les gusta hablar de sí mismos y leer lo que se escribe sobre ellos. Así, la bibliografía sobre la Ciudad de Buenos Aires abarca varios miles de libros, que van desde los movimientos sociales hasta las leyendas de los fantasmas que habitan sus cementerios. Hay cientos de novelas ambientadas en la Ciudad y todo lo que en ella ha ocurrido, aún lo más irrelevante, está registrado con una minuciosidad de notario.

¿Por qué un libro más sobre Buenos Aires?
Porque la evolución de la cultura significa un continuo cambio en la mirada sobre los mismos hechos y los mismos procesos. La concepción ambiental puso en crisis nuestra vieja forma de pensar la ciencia, en particular la compartimentación de la realidad en disciplinas diferentes. Hace varias décadas comenzamos a preocuparnos por la articulación de ciencias.

En última instancia, los humanos somos animales históricos y la única manera de comprender lo que hacemos es en una perspectiva del largo plazo.

Pero además el ambiente es, antes que nada, una faceta de la cultura. Los pueblos construyen su ambiente de acuerdo con su trama de pautas culturales e intereses. El ambiente no puede comprenderse si no lo consideramos como una construcción social. Y cuando creíamos estar más cerca de integrar las distintas variantes de la ciencia, nos dimos cuenta de que la creación artística es una forma de conocimiento que tampoco puede ser omitida. Así como existen prejuicios que dificultan la articulación de las ciencias llamadas naturales con las llamadas sociales también los hay (y tal vez mucho más fuertes) para integrar el conocimiento racional con el conocimiento artístico.

He incluido temas de la historia ecológica porteña en varias obras anteriores, por lo cual muchos colegas de la comunidad de investigación encontrarán aspectos que ya han leído en otros libros míos. Sin embargo, si apuntamos en esta obra a un uso pedagógico, la necesidad de un texto unificado se hace evidente. No se puede trabajar en docencia sin un texto unificado, ya que no es útil remitir a fragmentos que se encuentran en obras orientadas a otros objetivos. Previsiblemente, la cantidad de información que no se encuentra en mis libros anteriores es sustancial y es lo que justifica esta obra.

En esta entrega, ustedes reciben:
Un texto de este libro, referido a la forma en que la cultura porteña percibe su relación con el clima de la región. Se titula Horribles Aires, en recuerdo al modo en que Julio Cortázar, que amó esta ciudad, fechaba sus cartas.
La información de la Editorial Kaicron sobre el lanzamiento de mi libro: "Historia Ecológica de la Ciudad de Buenos Aires", en primera edición.
La obra de arte que acompaña esta entrega es un óleo de Pío Collivadino, que muestra los reflejos de la lluvia sobre el empedrado de la avenida Paseo Colón en 1925. Collivadino utiliza un estilo que nos recuerda al de los impresionistas. Lo interesante de este artista es que actuó como vínculo entre el arte elitista y el arte popular, contribuyendo a una síntesis entre ambos, que los prejuicios de su tiempo hacían muy difícil.

Un gran abrazo a todos.

Antonio Elio Brailovsky


"Historia ecológica de la Ciudad de Buenos Aires". Debido al alto costo de los libros en este momento, el editor ofrece un descuento del 20 por ciento a las compras por internet, mencionando esta comunicación. Para más información, la Editorial Kaicron está en Santa Fe 2252, 1º piso, ciudad de Buenos Aires, teléfonos 4822-4135 y 2053-4575. Los correos electrónicos son info@kaicron.com.ar y pedidoskaicron@gmail.com

Horribles Aires
Distintos observadores discrepan con la forma en que Julio Cortázar solía fechar sus cartas. Un viajero de la época colonial describe el clima local de esta manera: “El aire es  bastante templado, muy semejante al de  Andalucía,  pero no tan caliente: las lluvias caen casi con tanta frecuencia en el verano como en el invierno, y la lluvia en los tiempos de bochorno frecuentemente produce diversas clases de sapos, que son muy comunes en estos países, pero no ponzoñosos” (1). La producción de batracios por la lluvia es probablemente literal, de acuerdo con las concepciones de generación espontánea, frecuentes en la época hasta las experiencias de Pasteur.

Otro viajero agrega: “En cuanto al Río de la Plata la inspección de su plano y braceaje manifiesta evidentemente que la gran masa de sus aguas, formada de los mayores ríos de la América meridional, adquiere en extensión lo que no tiene de profundidad.  Su  braceaje  comienza  desde  uno  hasta  7  brazas  de  agua, y así atendiendo a la gran extensión de este río su lecho puede considerarse como una llanura”.

“Los aires parecen bastante puros. El invierno empieza por junio y llueve con abundancia. Pasan muchos años sin nevar; (...) caen escarchas que algunos guardan para helados.”

“Suelen acompañar a las lluvias truenos terribles que espantan a los no acostumbrados. Las brisas, que suelen empezar antes de las 12, templan los ardores del estío. El mayor calor no excede de 85° del termómetro de Fahrenheit” (2)Esto son 29,4 grados centígrados, una cifra que actualmente se supera con mucha frecuencia. Esta cifra, de ser confiable, sugiere cambios climáticos significativos, asociados a la tendencia mundial a un aumento en los promedios de temperatura.

“Corren vientos violentísimos que llaman pamperos (...); vientos de la Cordillera (...), degeneran en verdaderos huracanes, y si corren por el Río de la Plata no hay a veces embarcación que los aguante” (3). Sin embargo, esos vientos parecían tener su lado bueno: “La blancura de los edificios públicos se conserva y acentúa por la frecuencia de un viento llamado pampero, al cual  se le considera como un excelente blanqueador” (4).

Félix de Azara, a fines del siglo XVIII, discrepa con la afirmación popular que dice con certeza que “lo que mata es la humedad”: “En todas partes es la atmósfera tan húmeda,  que toma los  galones y  muebles. Principalmente en  Buenos Aires los cuartos que miran al Sur, tienen húmedo el piso, y las paredes expuestas al mismo rumbo están llenas de musgo. Los tejados que miran a la misma región, se cubren tanto de yerba, que es preciso limpiarlos cada tres años para evitar goteras y peso: más nada de eso perjudica a la salud” (5).

En todo caso, lo que sí mata son los cambios de tiempo, y no por resfríos sino por puñaladas: “Se ha notado que en los días que preceden a los cambios de tiempo, los gauchos se sienten más dispuestos a sus sanguinarias disputas; se ha comprobado que el número de asesinatos es entonces más considerable” (6).

En cuanto a las lluvias y tormentas eléctricas, Azara advierte sus riesgos pero exagera que: “En todas aquellas partes llueve en gotas más gordas y espesas que en Europa, y la cantidad anual de agua llovediza creo que es muy notablemente mayor que en España. En todas las estaciones y más en verano, suele llover con muchos relámpagos, a veces tan continuos que apenas hay intervalo de unos a otros, y parece que esta el cielo ardiendo. En cuanto a rayos caen diez veces más que en España, sobre todo si viene la tormenta del Norueste. Una de estas arrojó treinta y siete rayos dentro del recinto de Buenos-Aires, matando diez y nueve personas el 21 de enero de 1793”.

“La mayor abundancia de tempestades, relámpagos, de truenos, de rayos y de aguas pluviales, no puede atribuirse a las serranías que distan centenares  de leguas. Tampoco puede ocasionarla la influencia de los bosques, porque casi puede decirse que no hay árboles desde el Río de la Plata hasta los cuarenta grados y aun más: y los que hay hacia el Norte hasta acercarse al Paraguay se encuentran solo en los ríos. A más de que sucede lo mismo donde los hay que donde no. Es pues preciso conjeturar que aquella atmósfera tiene más electricidad, o que posee una cualidad que condensa más vapores y que los precipita más prontamente causando los meteoros citados” (7).

La afirmación de Azara por los riesgos de las  tormentas eléctricas no generó medidas de prevención cuando el avance del conocimiento permitió ponerlas en práctica. En fechas tan recientes como el 11 de enero de 2011 una  tormenta eléctrica causó cuatro muertos en el área metropolitana de Buenos Aires. Poco después, el 20 de febrero del mismo año, la caída de un rayo sobre las vías del ferrocarril dejó fuera de servicio al Aeroparque. Está claro que si en vez de caer sobre los rieles, el rayo hubiera caído sobre una formación llena de pasajeros, las consecuencias hubieran sido mucho más graves. Sin embargo, en ambas ocasiones la sociedad no se planteó las preguntas: “¿Tenemos pararrayos? ¿Sabemos si está en condiciones de funcionar?”

Las tormentas de tierra son muy poco frecuentes, pero pueden alcanzar una gran intensidad. La siguiente es la descripción de un pampero en 1832, ocurrido en verano y durante la mayor sequía que tenemos registrada en la región pampeana: ”El sábado pasado, poco antes de mediodía, la ciudad fue visitada, por otra de esas tormentas de tierra que pueden considerarse como el fenómeno peculiar de este país, en períodos de sequía tan extraordinaria como la actual. La oscuridad fue más intensa que en la visita similar del 16 de diciembre pasado, pero no duró tanto tiempo como entonces. En esta ocasión, se produjo una oscuridad total por unos 8 minutos y medio y pasaron otros 11 minutos y medio antes de que la atmósfera se despejara por completo. La tormenta avanzó desde el oeste, en tal forma, que supera todo poder de descripción. Se vieron miles de pájaros chillando de miedo y girando, como si hubieran perdido el rumbo, todo parecía blanquecino, por el reflejo de las nubes, que sobrecargadas de polvo, rodaban unas sobre otras, hasta aplastarse sobre la tierra, envolviendo todo en la oscuridad. Estas nubes, de color amarillo, daban a la tierra un tinte extremadamente lúgubre. Se oían truenos, aunque  los  rayos  no  eran  visibles,  igualmente  llovía,  pero  no  sólo  caía  agua, realmente llovía lodo, y los edificios blanqueados expuestos a su acción, quedaron completamente desfigurados. Puertas y ventanas se cerraron con premura y la gente, en las calles, buscó amparo en el primer lugar que pudo encontrar. Fue un espectáculo digno de verse, aunque espantoso, y muchas personas encomendaron su alma a Dios. El termómetro, que por la mañana marcó 31 grados, bajó, por la tarde a 20 grados” (8).

La nieve es excepcional y, por eso mismo, está asociada a sensaciones de deslumbramiento, como este testimonio de la nevada del 22 de junio de 1918: “El frío más intenso y las calles más solas. Eran las nueve de la noche. Al regreso, me esperaba el purísimo alfombrado de las calles, el  deslumbramiento de ese blancor derramado sobre todas las cosas. Caminé por la avenida hasta la Plaza de Mayo y allí me sentí de pronto en una ciudad distante, en alguna de esas villas predilectas de las viejas litografías. Los árboles desnudos tenían en sus ramas oscuras la flor del alba de la nieve. Habían florecido, como los almendros en la estación propicia. No se veían caminos enarenados ni recuadros con césped. La plaza era una pequeña estepa y los altos edificios que la rodeaban mostraban sus pardos frentes  ribeteados por un festón luminoso, formado por la nieve depositada en las cornisas. Me imaginé turista por una ciudad nórdica, viendo a los transeúntes que se detenían a crear figuras grotescas. El clásico oso, de la altura de un ser humano, se levantaba cerca de la pirámide, mirando hacia el oeste. Y hasta se veía en el aire volar los bolos en las improvisadas guerrillas entre grandes y chicos. Todo el Buenos Aires que salía de teatros y cinematógrafos vivió ese instante de inesperada albura que hoy rememoramos en su valor histórico. Aceleré el paso hacia mi casa, imaginando el primer cigarrillo, porque el aliento se volvía corpóreo en el aire, como  las volutas del humo. El hecho me reconfortó del frío penetrante y dormí unas horas como un bendito. No sé en qué momento me desperté, y a través de la cortina que velaba el cristal de la puerta que daba al patio alcancé a divisar el aljibe, las plantas, bajo el encantamiento de la nevada. En el olvido del sueño habíase borrado el recuerdo de la noche y volví a maravillarme. Tanto que me levanté, acercándome a la puerta. Y vi lo que ningún otro recuerdo podía superar en magia. El patio era un país de fábula todo inundado de lunares resplandores. No sólo las baldosas del patio, las plantas en sus macetas, y el arco del aljibe eran blancos; también el aire y el cielo mismo, en lo que alcancé a contemplar, pertenecían a una noche antártica. La casa entera dormía, y hubiese querido gritarles para que se asomasen, como yo, a observar el milagro” (9).

No encontré registros de víctimas por el frío, altamente probables en una ciudad no preparada para este tipo de eventos. La nevada regresó el 9 de julio de 2007. Ese día, los noticieros de la televisión comenzaron con un tono de euforia que se enfrió progresivamente cuando, por  la  tarde, comenzaron a llegar datos de personas que habían muerto de frío en la calle, cubiertos solamente por cartones. Desde esa fecha, ante cada ola de frío, el Gobierno de la Ciudad presta asistencia especial a las personas en situación de calle.

Fuente:
Antonio Elio Brailovsky, Horribles Aires, Ambiente Académico

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