Recorrida por los pueblos Tomioka, Okuma y Futaba abandonados después del accidente nuclear en la planta Daiichi por el tsunami en 2011. Foto: Germán García Adrasti / Clarín. |
Recorrida por la zona del desastre. Impacta ver este rincón de Japón donde todavía hay gente que no volvió a sus casas. El dolor, el silencio y la tristeza estremecen.
por
Mariano Ryan
El
sudor, helado, corre por la espalda. Arranca por la nuca y parece no
terminar más. Los pensamientos vuelan hacia ese viernes, hacia esa
hora. Es imposible evitarlo. Imaginar que donde había vida ahora
sólo hay desolación. Mirar a los ojos a esos hombres que custodian
cada entrada prohibida es invitarse a uno mismo a tener una cita con
un espejo. Y allí se reflejan el dolor y la tristeza. El cielo
acompaña la postal. Todo es gris. Como este pedazo del este japonés.
Todo es silencio que estremece y que sólo es interrumpido por los
cientos de camiones que a diario transportan el material radiactivo.
Esos vehículos grandes, portentosos, son conducidos inexorablemente
por hombres pequeños, que apenas sobresalen detrás del volante y
que tienen otro aspecto en común: todos tapan su nariz y su boca con
un barbijo. Para ellos, ese pequeño pedazo de tela puede separarlos
del dolor físico pero saben que jamás podrá distanciarlos del otro
dolor, el del alma, el que se refleja en todos esos ojos que
perdieron su vitalidad aquel 11 de marzo de 2011.
Eran
las 14.46 cuando los relojes se detuvieron para siempre en Fukushima,
pero sobre todo en Okuma, Namie, Futaba y Tomioka, las cuatro
pequeñas localidades que si hoy se las busca en Google comparten un
dato impactante: las cuatro tienen cero habitante. Cero. Nadie vive
en forma estable en Okuma, Namie, Futaba y Tomioka. En las cuatro
sólo hay una suerte de condominios prefabricados construidos por el
gobierno nacional para los trabajadores.
¿Qué
pasó aquel día exacto y en aquella hora exacta? La vida se detuvo.
Apenas eso. Nada menos que eso. Aquel día de fines del invierno de
hace ocho años, cuando la hora del almuerzo había transcurrido
hacía un buen rato, un terremoto de magnitud 9.0 apareció de pronto
en la costa japonesa del Pacífico. El potente sismo derivó en un
tsunami menos de una hora después, cuando la gente todavía no había
podido recuperarse de la primera trompada de nocaut. Las olas, de
hasta 40 metros, arrasaron con todo a su paso. Y en ese paso
encontraron una de las centrales nucleares más grandes del mundo
(Fukushima Daiichi) que se había empezado a construir en 1967, que
había sido inaugurada cuatro años después y que contaba con seis
reactores que, juntos, constituían uno de los 25 mayores complejos
de centrales nucleares del mundo con una potencia total de 4,7 GW (un
GW equivale a 1.000 millones de vatios).
Lo
demás es historia conocida: cuando el terremoto fue detectado los
reactores 1, 2 y 3 que estaban operando (los otros tres estaban en
mantenimiento) se apagaron automáticamente y paró la producción de
electricidad. Los motores de emergencia comenzaron a funcionar de
inmediato para suministrar la electricidad que proveyera de
refrigeración a los reactores, pero el tsunami los detuvo otra vez.
Definitivamente. El encadenamiento de todos estos hechos fortuitos y
no tanto -un muro de contención de apenas ocho metros era de una
altura ridícula para una zona de maremotos- provocaron una sucesión
de explosiones de hidrógeno en los edificios de contención. Y el
material radiactivo comenzó a filtrarse. Ello llevó a la primera
decisión de las autoridades: a las 6 de la mañana del 12 de marzo
el teléfono sonó en una oficina del segundo piso de la sede
municipal de Okuma con la orden impartida desde el gobierno nacional
de evacuar un radio de 20 kilómetros alrededor de la planta ubicada
justamente entre Okuma y Futaba. Todas las sensaciones que hoy siguen
apareciendo cuando los ojos visitantes observan todo, comenzaron a
vivirse en ese momento...
Impacta
y estremece. Ver esas calles desiertas de gente y de gritos, esos
autos abandonados tapados por el pasto alto en lo que alguna vez fue
un jardín prolijo y lleno de flores, esas habitaciones vacías de
familias. Golpea y lastima. Ver esos negocios abandonados, esos
maniquíes desnudos, esas máquinas electrónicas apagadas, esos
dispenser repletos todavía de gaseosas, cigarrillos y galletitas que
son tan populares y modernos en todo el país y que aquí aparecen
obsoletos y desconocidos, esas estaciones de servicio sin combustible
y esas estaciones de bomberos sin sirenas, esos hospitales sin
médicos ni pacientes y esas escuelas sin alumnos ni maestros. Sacude
y agita. Ver esos amplios terrenos en los que se acumulan bolsas
negras con tierra radiactiva que quién sabe cuándo terminarán de
almacenarse mientras decenas de hombres, algunos con trajes
especiales y absolutamente todos con cascos y barbijos, siguen
trabajando para que todo, algún día, vuelva a la normalidad.
Hay
zonas restringidas al paso de los peatones y de las motos. Las verjas
abundan por todos lados. Sólo pueden circular por ahí vehículos de
cuatro ruedas e inexorablemente las ventanillas deben ir cerradas.
Cada tanto se observan los carteles electrónicos con números rojos
que indican el nivel de radiación. 1,985 fue el más alto que
detectó Clarín en su recorrido. ¿Es mucho, es poco? En el
J-Village, el centro deportivo en el que se alojaron Los Pumas, en
Hirono, en la previa de su viaje a Tokio para su debut mundialista
ante Francia, muy cerca de la zona del desastre, el nivel nunca
superó el 0,100... Pero hay un dato: Yukio Edano, ex jefe de la
secretaría de Gabinete de Japón, explicó que los niveles de
radiación cerca de la planta afectada alcanzaron los 400
milisieverts por hora y que esa cifra sería 20 veces más alta que
la exposición anual a la que son sometidos los empleados de la
industria nuclear o los mineros que buscan uranio. Otro dato: las
personas están expuestas a una radiación natural de dos a tres
milisieverts por año...
Pero
lo que deja a cualquiera al borde del derrumbe definitivo es echar un
vistazo al interior de las casas. Se sabe: en Japón no abunda el
espacio. Al contrario. Todo es pequeño, todo parece venir en
grageas. Y en ese comedor perdido sobre la ruta 6 que es la columna
vertebral de esta parte de la provincia de Fukushima y que la recorre
casi en forma paralela a la costa, los tamaños se reducen casi a su
mínima expresión. Entonces se observa la mesa ratona sobre la que
alguna vez una familia se reunió para cenar, todos sentados sobre el
piso y descalzos. Hay un encendedor, un cenicero lleno de colillas,
una botella de plástico con un resto de agua, una caja de pañuelos
descartables, un control remoto, un repelente contra los mosquitos.
Se
distingue un placard. Con una bolsa vacía de ropa. Hay un par de
perchas de las que cuelga la nada. Sobre un mueble hay un rollo de
papel higiénico y un espejo de mano que sólo refleja el paso del
tiempo que es inexorable y que lacera. Del otro lado de la ventana se
distingue menos. Pero con algo de esfuerzo y de imaginación aparecen
los contornos de un vaso y una heladera y algo así como un trapo
rejilla... Todos esos elementos están muertos desde hace ocho años
y medio. Como esos tres peluches que se quedaron sobre la ventana
mirando la vida esperando, quizá, que sus viejos dueños “se
arrepientan” y vuelvan por ellos.
Nadie
puede bajarse del auto cuando se recorre la zona afectada. Y en
japonés eso se indica a cada rato. Cada 300 o 350 metros esos
carteles amarillos con letras negras señalan que está "prohibido"
hacerlo. Sin más explicaciones. Serían vanas, en todo caso.
Okuma,
Namie, Futaba y Tomioka quieren volver a ser, de todos modos. Y con
la ayuda del gobierno central del país, que está empecinado en que
se abran fábricas y empresas en la zona aportando el 70 por ciento
de los gastos operativos. Aunque por aquí todos saben que nada será
lo mismo. Jamás. Fueron, oficialmente, 11.005 personas las evacuadas
que jamás pudieron volver a sus hogares aunque sus hogares están de
pie. Pero, se cree, que aunque el accidente no provocó muertes
directas por la radiación, más de 110 mil personas fueron
trasladadas inmediatamente después del desastre, 50 mil se quedaron
por voluntad propia en sus casas y unas 85 mil aún no habían
regresado cuatro años y medio después.
Esa
evacuación causó cerca de unas 2 mil muertes prematuras, sobre todo
durante los tres primeros meses de ocurrido el desastre y
particularmente entre personas mayores que sufrieron ansiedad, estrés
postraumático y depresión al abandonar sus pertenencias, a lo que
hay que añadir las producidas entre pacientes hospitalizados en
estado crítico que tuvieron que ser evacuados en condiciones poco
adecuadas. Esos efectos postraumáticos se considera el efecto más
grave para la salud de los accidentes nucleares y se llegó a
plantear la conveniencia de este tipo de evacuaciones prolongadas.
El
área de evacuación ocupa hoy 371 kilómetros cuadrados, lo que
equivale al 2,7 por ciento de la superficie de la prefectura de
Fukushima. Algunos quieren volver. Otros, definitivamente no. El
verde le está ganando la batalla a esos grises que inundaron la
región en marzo de 2011 y que oscurecieron todo. Pero el hombre
tendrá, finalmente, la última palabra. Perdonará, seguramente.
Aunque nunca deberá olvidar. Para que Fukushima sea otra vez,
simplemente, lo que significa: "isla de la buena fortuna".
Fuente:
Mariano Ryan, La soledad y el gris dominan Fukushima tras el desastre nuclear, 18 septiembre 2019, Clarín.
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