viernes, 20 de septiembre de 2019

La soledad y el gris dominan Fukushima tras el desastre nuclear

Recorrida por los pueblos Tomioka, Okuma y Futaba abandonados después del accidente nuclear en la planta Daiichi por el tsunami en 2011. Foto: Germán García Adrasti / Clarín.

Recorrida por la zona del desastre. Impacta ver este rincón de Japón donde todavía hay gente que no volvió a sus casas. El dolor, el silencio y la tristeza estremecen.

por Mariano Ryan

El sudor, helado, corre por la espalda. Arranca por la nuca y parece no terminar más. Los pensamientos vuelan hacia ese viernes, hacia esa hora. Es imposible evitarlo. Imaginar que donde había vida ahora sólo hay desolación. Mirar a los ojos a esos hombres que custodian cada entrada prohibida es invitarse a uno mismo a tener una cita con un espejo. Y allí se reflejan el dolor y la tristeza. El cielo acompaña la postal. Todo es gris. Como este pedazo del este japonés. Todo es silencio que estremece y que sólo es interrumpido por los cientos de camiones que a diario transportan el material radiactivo. Esos vehículos grandes, portentosos, son conducidos inexorablemente por hombres pequeños, que apenas sobresalen detrás del volante y que tienen otro aspecto en común: todos tapan su nariz y su boca con un barbijo. Para ellos, ese pequeño pedazo de tela puede separarlos del dolor físico pero saben que jamás podrá distanciarlos del otro dolor, el del alma, el que se refleja en todos esos ojos que perdieron su vitalidad aquel 11 de marzo de 2011.

Eran las 14.46 cuando los relojes se detuvieron para siempre en Fukushima, pero sobre todo en Okuma, Namie, Futaba y Tomioka, las cuatro pequeñas localidades que si hoy se las busca en Google comparten un dato impactante: las cuatro tienen cero habitante. Cero. Nadie vive en forma estable en Okuma, Namie, Futaba y Tomioka. En las cuatro sólo hay una suerte de condominios prefabricados construidos por el gobierno nacional para los trabajadores.

¿Qué pasó aquel día exacto y en aquella hora exacta? La vida se detuvo. Apenas eso. Nada menos que eso. Aquel día de fines del invierno de hace ocho años, cuando la hora del almuerzo había transcurrido hacía un buen rato, un terremoto de magnitud 9.0 apareció de pronto en la costa japonesa del Pacífico. El potente sismo derivó en un tsunami menos de una hora después, cuando la gente todavía no había podido recuperarse de la primera trompada de nocaut. Las olas, de hasta 40 metros, arrasaron con todo a su paso. Y en ese paso encontraron una de las centrales nucleares más grandes del mundo (Fukushima Daiichi) que se había empezado a construir en 1967, que había sido inaugurada cuatro años después y que contaba con seis reactores que, juntos, constituían uno de los 25 mayores complejos de centrales nucleares del mundo con una potencia total de 4,7 GW (un GW equivale a 1.000 millones de vatios).

Lo demás es historia conocida: cuando el terremoto fue detectado los reactores 1, 2 y 3 que estaban operando (los otros tres estaban en mantenimiento) se apagaron automáticamente y paró la producción de electricidad. Los motores de emergencia comenzaron a funcionar de inmediato para suministrar la electricidad que proveyera de refrigeración a los reactores, pero el tsunami los detuvo otra vez. Definitivamente. El encadenamiento de todos estos hechos fortuitos y no tanto -un muro de contención de apenas ocho metros era de una altura ridícula para una zona de maremotos- provocaron una sucesión de explosiones de hidrógeno en los edificios de contención. Y el material radiactivo comenzó a filtrarse. Ello llevó a la primera decisión de las autoridades: a las 6 de la mañana del 12 de marzo el teléfono sonó en una oficina del segundo piso de la sede municipal de Okuma con la orden impartida desde el gobierno nacional de evacuar un radio de 20 kilómetros alrededor de la planta ubicada justamente entre Okuma y Futaba. Todas las sensaciones que hoy siguen apareciendo cuando los ojos visitantes observan todo, comenzaron a vivirse en ese momento...

Impacta y estremece. Ver esas calles desiertas de gente y de gritos, esos autos abandonados tapados por el pasto alto en lo que alguna vez fue un jardín prolijo y lleno de flores, esas habitaciones vacías de familias. Golpea y lastima. Ver esos negocios abandonados, esos maniquíes desnudos, esas máquinas electrónicas apagadas, esos dispenser repletos todavía de gaseosas, cigarrillos y galletitas que son tan populares y modernos en todo el país y que aquí aparecen obsoletos y desconocidos, esas estaciones de servicio sin combustible y esas estaciones de bomberos sin sirenas, esos hospitales sin médicos ni pacientes y esas escuelas sin alumnos ni maestros. Sacude y agita. Ver esos amplios terrenos en los que se acumulan bolsas negras con tierra radiactiva que quién sabe cuándo terminarán de almacenarse mientras decenas de hombres, algunos con trajes especiales y absolutamente todos con cascos y barbijos, siguen trabajando para que todo, algún día, vuelva a la normalidad.

Hay zonas restringidas al paso de los peatones y de las motos. Las verjas abundan por todos lados. Sólo pueden circular por ahí vehículos de cuatro ruedas e inexorablemente las ventanillas deben ir cerradas. Cada tanto se observan los carteles electrónicos con números rojos que indican el nivel de radiación. 1,985 fue el más alto que detectó Clarín en su recorrido. ¿Es mucho, es poco? En el J-Village, el centro deportivo en el que se alojaron Los Pumas, en Hirono, en la previa de su viaje a Tokio para su debut mundialista ante Francia, muy cerca de la zona del desastre, el nivel nunca superó el 0,100... Pero hay un dato: Yukio Edano, ex jefe de la secretaría de Gabinete de Japón, explicó que los niveles de radiación cerca de la planta afectada alcanzaron los 400 milisieverts por hora y que esa cifra sería 20 veces más alta que la exposición anual a la que son sometidos los empleados de la industria nuclear o los mineros que buscan uranio. Otro dato: las personas están expuestas a una radiación natural de dos a tres milisieverts por año...

Pero lo que deja a cualquiera al borde del derrumbe definitivo es echar un vistazo al interior de las casas. Se sabe: en Japón no abunda el espacio. Al contrario. Todo es pequeño, todo parece venir en grageas. Y en ese comedor perdido sobre la ruta 6 que es la columna vertebral de esta parte de la provincia de Fukushima y que la recorre casi en forma paralela a la costa, los tamaños se reducen casi a su mínima expresión. Entonces se observa la mesa ratona sobre la que alguna vez una familia se reunió para cenar, todos sentados sobre el piso y descalzos. Hay un encendedor, un cenicero lleno de colillas, una botella de plástico con un resto de agua, una caja de pañuelos descartables, un control remoto, un repelente contra los mosquitos.

Se distingue un placard. Con una bolsa vacía de ropa. Hay un par de perchas de las que cuelga la nada. Sobre un mueble hay un rollo de papel higiénico y un espejo de mano que sólo refleja el paso del tiempo que es inexorable y que lacera. Del otro lado de la ventana se distingue menos. Pero con algo de esfuerzo y de imaginación aparecen los contornos de un vaso y una heladera y algo así como un trapo rejilla... Todos esos elementos están muertos desde hace ocho años y medio. Como esos tres peluches que se quedaron sobre la ventana mirando la vida esperando, quizá, que sus viejos dueños “se arrepientan” y vuelvan por ellos.

Nadie puede bajarse del auto cuando se recorre la zona afectada. Y en japonés eso se indica a cada rato. Cada 300 o 350 metros esos carteles amarillos con letras negras señalan que está "prohibido" hacerlo. Sin más explicaciones. Serían vanas, en todo caso.

Okuma, Namie, Futaba y Tomioka quieren volver a ser, de todos modos. Y con la ayuda del gobierno central del país, que está empecinado en que se abran fábricas y empresas en la zona aportando el 70 por ciento de los gastos operativos. Aunque por aquí todos saben que nada será lo mismo. Jamás. Fueron, oficialmente, 11.005 personas las evacuadas que jamás pudieron volver a sus hogares aunque sus hogares están de pie. Pero, se cree, que aunque el accidente no provocó muertes directas por la radiación, más de 110 mil personas fueron trasladadas inmediatamente después del desastre, 50 mil se quedaron por voluntad propia en sus casas y unas 85 mil aún no habían regresado cuatro años y medio después.

Esa evacuación causó cerca de unas 2 mil muertes prematuras, sobre todo durante los tres primeros meses de ocurrido el desastre y particularmente entre personas mayores que sufrieron ansiedad, estrés postraumático y depresión al abandonar sus pertenencias, a lo que hay que añadir las producidas entre pacientes hospitalizados en estado crítico que tuvieron que ser evacuados en condiciones poco adecuadas. Esos efectos postraumáticos se considera el efecto más grave para la salud de los accidentes nucleares y se llegó a plantear la conveniencia de este tipo de evacuaciones prolongadas.

El área de evacuación ocupa hoy 371 kilómetros cuadrados, lo que equivale al 2,7 por ciento de la superficie de la prefectura de Fukushima. Algunos quieren volver. Otros, definitivamente no. El verde le está ganando la batalla a esos grises que inundaron la región en marzo de 2011 y que oscurecieron todo. Pero el hombre tendrá, finalmente, la última palabra. Perdonará, seguramente. Aunque nunca deberá olvidar. Para que Fukushima sea otra vez, simplemente, lo que significa: "isla de la buena fortuna".

Fuente:
Mariano Ryan, La soledad y el gris dominan Fukushima tras el desastre nuclear, 18 septiembre 2019, Clarín.

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