Sin
'El Diario', sin 'Walden', habría sido difícil que se difundiera
una conciencia del valor de la naturaleza y de la necesidad de
salvarla de la explotación.
por Antonio
Muñoz Molina
Llevaba
toda la tarde del domingo leyendo el diario de Thoreau y de repente
un viento de tormenta abrió la ventana e inundó la casa de olor a
lluvia próxima y a las flores de los aligustres de la acera. Me eché
a la calle y antes de llegar al Retiro ya me había sorprendido una
lluvia dispersa. Era consciente de que sin la lectura en la que había
estado sumergido mis percepciones serían mucho menos precisas, mi
ánimo menos vigoroso. Una caminata por Madrid hacia el parque del
Retiro no se parece mucho a las excursiones de Henry David Thoreau
por los bosques de Nueva Inglaterra, pero su celebración de la
naturaleza y su empeño en observarla y medirla con la misma
deliberación con que componía sus frases me impulsaba a fijarme más
en las cosas, a prestar atención siquiera a una parte mínima de lo
que Thoreau era capaz de captar: el olor de la tierra polvorienta
mojada de pronto por gotas redondas; el sonido de oleaje del viento
en las copas de los castaños; la pura alegría de los pulmones
ensanchados por el ejercicio, absorbiendo un aire perfumado y húmedo.
Y junto a todo eso un sentido íntimo de autosuficiencia también muy
aprendido de Thoreau: una abundancia de sensaciones que se parece
mucho a la riqueza, pero que no exige ninguna adquisición, ni
precisa ningún aparato, ni promete ningún logro, nada más que el
lujo austero de ir por ahí, caminando rápido bajo una llovizna que
el viento dispersa, con la perspectiva tranquila de volver a casa y
seguir leyendo, de hacer algo de cena y de compartirla con personas
queridas.
Thoreau
escribió su diario desde los veinte años hasta el final de su vida.
La obra total llega a los dos millones de palabras. En 2009, la
editorial de la New York Review of Books publicó un compendio de 700
páginas, editado por Damion Searls. Los libros de la NYRB son
objetos admirables. Conjugan la sobriedad y la belleza. Yo compré
esa edición del Diario y la llevaba a veces conmigo en mis
excursiones modestas por los parajes más selváticos de Riverside
Park y de Central Park, esas zonas marcadas “forever wild” en las
que no se toca nada, ni se retira ningún tronco caído, ni las hojas
otoñales. A diez minutos de distancia del semáforo más cercano me
sumergía en un espesor de bosque muy habitado de pájaros, porque
esos espacios, tan ricos en la vida orgánica nutrida por la
descomposición de la madera y las hojas, son refugios de aves,
paradas para la alimentación y el reposo en su migraciones
continentales.
Me di
cuenta de que si existían esos santuarios en el corazón de la
ciudad era gracias a la influencia de Thoreau: sin El Diario, sin
Walden, habría sido mucho más difícil que se difundiera una
conciencia activa del valor de la naturaleza y de la necesidad de
ponerla a salvo de la explotación irreversible. Dice Auden que la
poesía no hace que suceda nada. La poesía que hay en cada línea
escrita por Thoreau despierta una lucidez simultánea de
contemplación de la belleza y de pensamiento científico. Lectores
de Thoreau se consagraron a lo largo de generaciones a la
investigación biológica y al activismo ambiental, y descubrieron
con él, descubren todavía, que la causa de la conservación de la
naturaleza es inseparable de la emancipación humana y la rebeldía
contra los abusos y las tentaciones despóticas del poder
establecido. A Thoreau la salud de los bosques, la limpieza de las
aguas, el equilibrio entras las formas de la vida, le importaban
tanto como la lucha contra la esclavitud y como la objección fiscal
contra un gobierno que gastaba el dinero de los impuestos en una
guerra invasora contra México. Su Desobediencia civil es un panfleto
que no ha dejado de ser subversivo desde hace más de siglo y medio.
En
ese ensayo, igual que en Walden, hay tramos de una elocuencia
complicada y solemne que hacen pensar en los escritores latinos que
Thoreau admiraba. En el Diario, la inmediatez de la escritura y su
cercanía a lo concreto de las cosas favorecen una transparencia como
de borbotones de agua muy fría. Thoreau reunía en grado extremo dos
facultades raras veces compatibles, la de narrar y nombrar y la de
medir. Describía con gran esplendor visual la caída de un gran olmo
recién cortado en el bosque, y a continuación contaba
meticulosamente sus anillos para averiguar su edad exacta. Había
perfeccionado un modelo de lápiz y se ganaba la vida como
agrimensor. Medía el diámetro de la concha de una tortuga, la
longitud y el grosor del pico de un pájaro, el espesor de la capa de
hielo en la laguna Walden. Era aficionado a los poemas de Shelley y
al Diario del viaje del Beagle de Charles Darwin. Había aprendido de
Humboldt que el fervor de la imaginación y el sentido plástico eran
herramientas de primer orden para el trabajo científico.
La
edición de El Diario que estaba leyendo cuando la tormenta abrió de
golpe las ventanas de mi casa es la que ha traducido al español
Ernesto Estrella, en dos volúmenes publicados por Capitán Swing.
Que un libro como este llegue a existir entre nosotros es un motivo
de alegría. Entre unas cosas y otras, Estrella ha dedicado más de
tres años a una tarea muy difícil, con un resultado en gran medida
ejemplar. Había que encontrar equivalentes para centenares de
nombres de especies de animales, pájaros sobre todo, y de plantas; y
también había que encontrar una dicción en prosa castellana que se
correspondiera con la mezcla de espontaneidad expresiva y rigor
sintáctico del diario, con su libertad y con su disciplina, con su
ritmo pausado y circular, que es el del tránsito de las estaciones y
el de los trabajos del campo, la obra en marcha que un día tras otro
va ocupando y resumiendo entera la vida del que escribe.
Un
diario puede ser un ejercicio de escritura atenta a lo real, y
también un hábito morboso de ensimismamiento. Según pasaban los
años, Thoreau perfeccionaba sus dotes de observación y se
desembarazaba más de sí mismo. Se hacía a un lado para que todo el
espacio de la imaginación del lector estuviera ocupado por el
espectáculo memorable del mundo natural y los seres vivientes.
También el traductor se hace educadamente a un lado para que resalte
la obra de otro.
‘El
Diario’. Henry David Thoreau. Traducción de Ernesto Estrella.
Capitán Swing, 2017. 372 páginas. 20 euros
Fuente:
Antonio Muñoz Molina, Los bosques de Thoreau, 03/06/17, El País.
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