La gran inundación del 15 de enero de 1939 apuró la conciencia de la necesidad de una nueva obra de sistematización.
por Alejandro
Mareco
Este arroyo que
atraviesa el corazón de la ciudad con paso sigiloso, a veces casi
como un suspiro de agua, no fue siempre una postal de la mansedumbre.
Tampoco esa
reunión de piedras, cemento, faroles y tipas que lo contiene nació
pensada para el futuro orgullo de los habitantes por la obra: el
miedo, la angustia y la zozobra fueron sus padres.
Jerónimo Luis de
Cabrera había elegido en 1573 fundar la Córdoba de la Nueva
Andalucía a orillas del Suquía, un río de humor más o menos
estable. A su curso iba a dar un arroyo que en aquel invierno
inaugural acaso se veía apenas como un tímido fluido, pero que
andando los veranos pronto mostró su agresivo temperamento.
Para sujetar sus
peligrosos bríos fue que el gobernador Ángel de Peredo mandó a
construir el Calicanto en 1671. El muro dividiría a la ciudad entre
el Centro y la marginalia de Pueblo Güemes, mientras el penumbroso
alrededor se poblaría de fantasmas como La Pelada de La Cañada, el
más célebre de los aparecidos cordobeses.
Pero las
inundaciones seguían. En la madrugada del caluroso viernes 19 de
noviembre de 1890, un violento desborde alcanzó resultados trágicos.
Se habló de decenas de muertos, y se contaba que en la calle
Belgrano el agua llegó a los tres metros de altura, y que en la
avenida Vélez Sársfield, entonces Calle Ancha, a un metro.
“Murieron familias enteras; los estragos de esa inundación fueron
apocalípticos”, recordaría La Voz el 17 de enero de 1939.
El recuerdo vino
a la memoria a partir de un nuevo desastre: dos días antes, en la
madrugada del 15 de enero, La Cañada salida de madre había llegado
al borde de la plaza San Martín arrastrando autos, colectivos,
muebles, animales y causando dos muertes.
La necesidad de
una nueva obra de sistematización se volvió imperiosa. Por fin, en
marzo de 1843, el gobernador Santiago del Castillo suscribió el
proyecto. Y el 4 de julio de 1944, el presidente de la Nación, de
facto, Edelmiro J. Farrel, acompañando al interventor Alberto
Guglielmone, declaró inauguradas las obras.
El último rastro
del Calicanto se conserva en la esquina con bulevar San Juan, gracias
al artista plástico Miguel Ángel Budini, que poco después
convenció al gobernador José Ignacio San Martín.
Los trabajos se
extendieron hasta la primavera de 1948. “La obra de urbanización
de La Cañada, sin duda la de mayor trascendencia para el progreso
edilicio realizada en nuestra Capital, puede considerarse al presente
prácticamente casi terminada. Por lo menos en lo que respecta a sus
aspectos principales, ya que solamente restan detalles accesorios,
como el de la iluminación”, decía La Voz el 10 de octubre de
1948.
La sombra de una
nueva tragedia había apurado los pasos de las autoridades y los
brazos de los obreros.
Y del miedo y del
dolor sufrido por generaciones, finalmente había nacido un emblema
de la identidad urbana de Córdoba.
Fuentes:
Alejandro Mareco, Un emblema nacido del miedo y del dolor, 05/07/18, La Voz del Interior.
La imagen que ilustra esta entrada es de la edición del diario Los Principios del lunes 16 de enero de 1939. Daba cuenta de la magnitud de la famosa creciente de La Cañada del domingo 15 de Enero por la tarde. La fotografía muestra una vista hacia el norte del viejo cauce de La Cañada. El puente que se ve es el del bulevard San Juan, y a la derecha se alcanza a ver la desaparecida Iglesia del Niño Dios. Fuente: Córdoba de Antaño.
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