Hace 30 años,
mientras fumigaba, un agricultor de Benito Juárez se preguntó por
qué su tierra se desmembraba después de rociarla. En ese entonces
casi nadie se hacía esas preguntas. Hoy, a sus 73 años, Juan Kiehr
es un símbolo de resistencia orgánica y de cultivo biodinámico
reconocido por las Naciones Unidas. ¿Cómo es enfrentarse, casi
solo, al imperio de los agroquímicos?
por Franco
Spinetta
Principios de los
años 90. Juan Kiehr está sentado en su sembradora, equipado con la
última tecnología de semillas de girasol modificadas genéticamente
y dispuesto a rociar varias de las 650 hectáreas de su campo
familiar en Benito Juárez, al sur de la provincia de Buenos Aires.
El herbicida preemergente que descarga desde la máquina va cayendo
como una lenta neblina sobre la tierra, sin dejar más rastros que un
potente aroma. Pero algo no le cierra. Contempla el entonces
comportamiento del suelo y compara las zonas fumigadas con las demás
que quedan libres. Y observa, por ejemplo, que la tierra fumigada se
desmiembra, se convierte en volátil. "¿Esto es realmente
bueno? ¿A qué lo llevan a uno?", se pregunta, sin la menor
idea de la dimensión que tomaría su respuesta.
Treinta años
después de aquel cuestionamiento puramente intuitivo, su tierra está
completamente libre de agroquímicos. Y su chacra agroecológica
-llamada La Aurora- es un ejemplo: un faro en este lío llamado
campo, tan atravesado por lobbies y dinero. Mucho dinero. Juan
resiste con paciencia y orgullo, aunque sin resignar producción: su
campo anda, y muy bien. Sabe que así está desafiando a todo un
sistema que le dice que haga exactamente lo contrario, que entregue
su tierra al mandato del combo siembra
directa-fertilizantes-herbicidas.
Llegar a La
Aurora es como adentrarse en la campiña bonaerense. Amplias lomadas
que interrumpen la llanura. Alguna serranía que aflora a lo lejos,
piedras, flores y sembradíos completan el paisaje. La casa principal
está rodeada de muchos árboles, frutales que emanan azahares y todo
lo onírico de la vida campestre. Perros, gatos y una adorable
salamandra a leña que despierta sentimientos ancestrales.
Juan es alto. Su
rostro y sus manos tienen las arrugas bien ganadas de los 73 años
que lleva de vida. Sus ojos son de un color celeste bien profundo. Su
vitalidad es asombrosa. Habla despacio, en paz y con un acento
marcado por su ascendencia danesa: en su casa de la infancia no se
hablaba otro idioma.
Lo primero que
dice antes de emprender una recorrida por su chacra es que él no
quiere que nadie lo malinterprete: "Yo hago esto porque no
quiero producir alimentos envenenados". La sentencia tiene toda
la potencia necesaria para comprender por qué este hombre ha
dedicado su vida a encontrar otro modo de cultivar la tierra, a
contramano del modelo de desarrollo que fue adoptado por el campo
argentino.
Según la Cámara
de Sanidad Agropecuaria y Fertilizantes, en los últimos 22 años el
consumo de pesticidas aumentó un 858 % en la Argentina. En 1996
-cuando se introdujo la siembra transgénica- se utilizaban de dos a
tres litros de glifosato por hectárea sembrada. Hoy, el promedio
está en 15 litros por hectárea. En zonas menos productivas, como
Santiago del Estero, se llegan a utilizar 25 litros de glifosato para
apuntalar la cosecha.
De las 650
hectáreas, Juan utiliza 400 para agricultura y unas 150 para
pastoreo de animales. El resto son inundables. El emprendimiento es
mixto y su fuerte es la cría de ganado en pie. No hace siembra
directa y rota los cultivos. En los intervalos deja crecer una
millonada de tréboles que dibujan un paisaje atípicamente poético.
Y muy útil: los tréboles generan naturalmente en el suelo el
nitrógeno que los demás productores buscan potenciar con
fertilizantes.
"Las tierras
acá en la Argentina son muy fértiles, muy buenas, pero es muy
importante darles un descanso de dos, tres y hasta cinco años con
pastura, hacerlas producir como ganaderas y después volver a
producir agricultura", cuenta.
Fe en la
biodinámica
Juan señala un
amplio rectángulo de tierra arada donde se ven unas varas de metal
incrustadas en el suelo, separadas a un metro de distancia. Allí
revela un término clave en La Aurora: biodinámica. "Ahí donde
están esas estacas clavadas hay cuernos con bosta", dice,
enigmático, generando suspenso. "Suena esotérico, ¿no?",
bromea. Y luego explica la pócima: "Hay que conseguir cuernos
de vacas que hayan tenido cría. Y la bosta que se pone adentro debe
ser de vacas preñadas. Se entierra a 40 cm y se deja todo el
invierno". Una vez cumplido el ciclo, Juan desentierra el tesoro
y lo mezcla en una cisterna de agua con un molinito, para luego
esparcirlo en la tierra. "Es un vivificante natural, un método
homeopático muy sutil", agrega.
¿Juan Kiehr
desafía la eficacia de los fertilizantes con cuernos de vaca y
bosta? Así parece. Abrazó la biodinámica luego de que se
contactara con otro personaje esencial en esta historia: el ingeniero
agrónomo Eduardo Cerdá, el hombre que lo acompaña y aconseja desde
hace más de 25 años. "La biodinámica es una ciencia que tiene
la naturaleza en el centro: el suelo, las plantas, la tierra y el
hombre. No hay nada aislado, todo está relacionado: la luna y los
planetas. Uno debe cuidar el suelo, que se lo considera realmente un
organismo vivo. El gran desafío para un agricultor ecológico es
tener un suelo biodinámico", señala.
El secreto,
amplía Juan, es entender que las plantas asimilan todo a través del
agua y por la fuerza del sol. Los agricultores biodinámicos
sostienen que el nitrógeno agregado artificialmente al suelo crea un
desequilibrio en la planta: las hace más débiles, más
dependientes. Aquí no todo es producir, producir y producir.
Eduardo se cruzó
por primera vez con Juan en el año 90, justo cuando Juan comenzaba a
cuestionarse a sí mismo por el uso de los herbicidas. Había sido
convocado por la Sociedad Rural Cooperativa de Benito Juárez para
asesorar a un grupo de productores. En el año 97, Eduardo hizo un
clic tras realizar un posgrado en Agroecología en la Universidad
Nacional de La Plata. Empezó a pensar cómo encarar la producción
desde otro enfoque, alejado del que entonces ya se proponía con el
desembarco de la soja y su paquete tecnológico basado en el uso del
glifosato.
"Juan es una
de las personas más nobles que conozco", dice y enseguida añade
que la agroecología es, en realidad, una forma de "volver a
pensar". "Este método de producción es vocacional, vender
agroquímicos no tiene nada de vocación", enfatiza Eduardo.
En el año 2015,
el caso de Juan tomó dimensión mundial. La Organización de la
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, según
su sigla en inglés) eligió La Aurora como uno de los 52
establecimientos modelo en producción agroecológica de cereales y
carne bovina. Eduardo le había enviado a la FAO todo el material que
habían investigado en el campo de Juan. "Fue una alegría
inmensa y todavía no salimos del asombro. todo el tiempo nos llegan
noticias de que lo toman de ejemplo en otros lados". Hace poco
le contaron que en un congreso de agroecología que se llevó a cabo
en Costa Rica, Juan aparecía citado en un video que produjo
Greenpeace.
Eduardo toca un
tema sensible para el agro argentino, el quid de la cuestión que
desvela a ingenieros, economistas y chacareros: el rendimiento y los
costos. "Lo que estamos viendo en La Aurora son rendimientos por
encima de los vecinos. Igual o mejores. Y con un costo económico muy
bajo: US$ 150 por hectárea de trigo contra 300/400 para los mismos
rendimientos".
¿Cómo es que
sucede esto? Simple: Juan no echa agroquímicos. No solo cierra la
ecuación ecológica, sino también la económica. Explica Eduardo:
"El trigo duplicó su valor, pero los costos se cuadriplicaron.
¿Por qué ciertos herbicidas son carísimos? Porque los que los
necesitan los van a pagar. Y cada vez necesitan más porque las
malezas son más resistentes".
La máxima que
aplican en La Aurora, en cambio, es: "Si no necesitás ningún
remedio es porque estás sano". El campo de Juan no sufre las
plagas. Las enfermedades foliares -tan caras al resto de los campos
argentinos- casi no visitan sus tierras. Y, si aparecen, se aplica
una receta: el trabajo. "Para todo hay solución, pero nada es
tan fácil como ir y comprar un producto para echarle".
Queda claro que,
en realidad, la opción por la agroecología no presenta un
contraargumento económico. Juan lleva una buena vida. Tiene un buen
nivel económico, solo una vez pidió un crédito bancario -cuando un
tornado le voló gran parte de las instalaciones- y produce igual o
más que sus vecinos con menor costo. Quizá, sí, con algo de mayor
riesgo: el margen de error se magnifica ante los imponderables de la
naturaleza. Dice Eduardo: "La agroecología nos ayuda a pensar,
la podés usar para cualquier eje de vida. Porque, en realidad, es
una forma de vida. Y esa es la felicidad máxima".
Tierra adentro
juan se sube a su
chata ford que está a punto de cumplir 50 años en sus manos. Él
fue a buscarla a la concesionaria. Arranca y se adentra en su campo,
frena en una parcela que están arando y señala un grupo de gaviotas
que revolotean detrás del tractor mientras les disputan las
lombrices a los chimangos.
Apoyado contra
una tranquera, Juan mira el ganado que cría sin corrales y con un
sistema de rotación de pastoreo natural. El feedlot -un método de
producción de ganado muy extendido en el mundo y cada vez más en la
Argentina- es mala palabra en La Aurora. Aquí, las vacas crecen
libres de antibióticos y comiendo pasturas orgánicas. "Lo más
gracioso -se resigna- es que en los remates se pide carne de feedlot
como si fuera mejor y no advierten la diferencia".
La Ford remonta
una larga lomada y Juan pregunta si vimos alguna vez un campo de
tréboles. Atraviesa algunas hectáreas sembradas con trigo, otras
con cebada, y estaciona dentro de una superficie acolchonada de
tréboles con flores blancas. Toma una pala de la caja de la
camioneta y mete una palada profunda: "¿Ves? Esto es lo que
genera el humus", dice sonriente mientras señala una lombriz de
escala gigantesca. "¡Está gordita porque come bien acá! Si en
el campo hay una fábrica de nitrógeno, ¿para qué echar químicos?
Es asombroso".
Juan nació en
Tandil y solo hizo hasta primer año de la secundaria. De jovencito
empezó a trabajar en el campo de su familia con sus dos hermanos. En
aquel momento, lo importante para él era aprender a arar derecho, a
hacer todos los trabajos del campo de manera prolija. "A veces
me dicen: «Ustedes trabajan a la antigua». Y no, nada que ver.
Antiguamente, todo lo que molestara en el suelo se trataba de
eliminar con fuego o lo que fuera. Nadie te decía nada de las
plantas, cómo funcionaban, nada".
También cumplía
con el mandato familiar de concurrir a la iglesia luterana, donde se
congregaba la comunidad danesa. Había llegado un pastor joven, ávido
de aventuras, que les propuso a los jóvenes fieles embarcarse en una
misión solidaria en el monte chaqueño. Juan no lo dudó.
Tenía 27 años y
era el año 1970.
Entonces empezó
una aventura que le modificaría la vida por completo. Trabajando
para la Dirección del Aborigen del Chaco, Juan conoció en
profundidad las penurias y los lamentos de las comunidades qom. A
bordo de un Siam Di Tella y sin más que unos planos del Departamento
General Güemes y una pequeña brújula, Juan y un amigo tuvieron la
misión de ubicar en el mapa dónde estaban las colonias de
aborígenes.
Juan montó en
esos lugares pequeñas y sustentables explotaciones forestales. "Lo
común -señala- era que los que tenían aserraderos entraban a un
monte y cortaban todo". Lo poquito que desmontaban lo hacían
sacando el árbol de raíz para que después los lugareños pudieran
sembrar y seguir comiendo con la cosecha.
"Teníamos
relación con la Dirección del Aborigen. creo que eso nos salvó de
que no nos echaran por «subversivos». En Bermejito, estaba la
hermana Guillermina, que era bastante de izquierda: un día nos
enteramos de que llegó un camión del Ejército y nunca supimos nada
más".
Para la misma
época, Erna Bloti había llegado al Chaco desde Suiza para trabajar
como enfermera. Erna vio una propaganda en la iglesia que frecuentaba
y tampoco lo dudó: quería dedicarse a servir en una causa noble.
Juan y Erna
comenzaron a cruzarse en Castelli, donde las enfermeras tenían unas
casitas y los muchachos de la misión iban a comer. Chocolatín va,
chocolatín viene, se enamoraron. Y se casaron. La primera hija,
Teresa, nació en el Chaco. La segunda, Sara, en Benito Juárez.
Pero el
matrimonio iba y venía de un lugar a otro, sin decidirse. Se les
hacía muy difícil abandonar la vida chaqueña, con la que se
sentían muy comprometidos. Primero falleció el papá de Juan, luego
su madre enfermó gravemente. "Y a mí me parecía que tenía
que volver, que me tocaba cuidar a mi mamá. Nos vinimos en el 81. Me
costó mucho más readaptarme a Benito Juárez de lo que me había
costado adaptarme al Chaco", recuerda Juan. Erna completa: "Para
mí el trabajo en el Chaco fue superior a todo lo que viví hasta
acá. Fueron los años más felices".
Ya instalados
definitivamente en Benito Juárez, Juan empezó a trabajar otra vez
en el campo familiar, como lo había hecho siempre, sin cuestionarse
-todavía- los métodos de producción. Pero algún bicho lo había
picado en la conciencia. Quizá su paso por el Chaco, el contacto con
los aborígenes y su cosmovisión naturalista. Algo lo había
conmovido. Pero él no lo piensa tanto y dice: "Capaz, uno ya
tiene una predisposición para hacer lo que hace. Lo más lindo para
mí es recibir un abrazo o una gratitud".
Juan lleva una
bitácora con el día a día de La Aurora desde que decidió
transformar su campo en un emprendimiento agroecológico. Hay fotos,
el detalle de cada cosecha y los mensajes que le deja cada visitante.
Y recibe mucho. "Siento una gran satisfacción cuando vienen
jóvenes que se están formando y no quieren saber nada con los
agroquímicos; vienen y me piden las semillas, y yo encantado",
dice.
El caso de La
Aurora es conocido en la Universidad de La Plata. Cuando los alumnos
terminan la cursada de la cátedra de Agroecología, que está a
cargo de Santiago Sarandón, los invitan a Juan y a Eduardo para que
den una charla. "Yo les digo a los chicos que no les envidio el
mercado laboral con el que se van a encontrar. Los van a llamar para
ir a ofrecer porquerías. Salir a visitar los campos para ver qué
plaga hay, para echar otra cosa que no va a solucionar el problema",
dice Eduardo.
Juan oscila, con
paciencia, entre el desencanto y el optimismo con la misma actitud.
Sabe que es una pelea contra un gigante que tiene todos los medios
para doblegar cualquier intento de cambio. Recuerda, por si hiciera
falta, que la farmacéutica Bayer acaba de comprar por US$ 66.000
millones la empresa dedicada a la comercialización de semillas
transgénicas y glifosato, Monsanto.
Sin embargo, el
malestar que le produce esa noticia se rompe cuando comenta que hace
poco Eduardo le contó que hay tres emprendimientos de la zona que
quieren probar con la agroecología, que se hartaron de la siembra
directa y la aplicación de agroquímicos: "El asombro es que de
repente venga un ingeniero y les diga que sí se puede producir de
otro modo".
"Es tan
lindo saber que yo no hice todo esto de gusto", dice Juan. Y
cuenta que también hay un joven productor de Tandil que instaló un
molino para trigo orgánico. "Si mi trigo va al montón junto
con todo lo otro, ¿para qué lo hice? Aunque me paguen exactamente
lo mismo, solo el hecho de saber que va a generar trabajo respetando
el principio orgánico".
Entre todo ese
marasmo de intereses, su ejemplo emerge como sanador. Pero el de Juan
no es una prédica ambientalista en el sentido clásico. Hay algo que
trasciende, una conexión humana con lo que lo rodea, la sensación
de que ha comprendido por qué hace lo que hace y, sobre todo, para
qué. No lo explica señalando o culpando a nadie, como un signo más
de su bondad a prueba de lobbies: "Yo creo que nadie que explota
su campo con agroquímicos lo hace por mala intención, las
circunstancias lo fueron llevando. No todos tienen a un agrónomo al
lado que les diga lo que me dijo Eduardo a mí: «Esto se puede hacer
de otra manera»".
Fuente:
Franco Spinetta, Un mundo sin agroquímicos, 02/12/16, Brando. Consultado 02/12/16.
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