Vladimir en la actualidad y en una antigua identificación de Chernóbil. Fuente: Xavier Colás |
Chernóbil: 30 años después de la catástrofe nuclear.
por Xavier
Colás
La
tragedia de Chernóbil, de la que se cumplen 30 años, tuvo detrás miles de
nombres propios. Desde Liudmila Bieloukrainskaya, una trabajadora de la central
y residente en la ciudad de Pripiat que nunca pudo regresar a su hogar a
recoger sus cosas, hasta Vladimir Gudov, un militar que se jugó la salud para
limpiar la zona de radiación. Y Maria Petrovna, una abuela de 87 años, el
ejemplo de amor por un territorio maldito del que no ha querido marcharse.
Hace
tiempo que la muerte parece haber hecho las paces con María Petrovna Shovkuta.
No la mataron las hambrunas de los años más duros del Estalinismo, cuando en
los campos se masticaban cortezas de árbol a falta de una cosecha que llevarse
a la boca. Tampoco la Segunda Guerra Mundial la llevó al hoyo, pese a que ella
misma se encargó de enterrar, pala en mano, los cuerpos de alemanes y
soviéticos que caían muertos alrededor de la casa de la aldea ucraniana de
Opalchichi.
María,
la que nunca se fue
En
abril de 1986, la tercera emboscada del destino, el accidente de la central
nuclear de Chernóbil, situada a 25 kilómetros de su ventana, se encontró con la
misma Maria Petrovna de siempre: alegre, sana y dura de pelar. A sus 87 años,
ha incumplido todos los consejos para seguir con vida: vive en la zona de
exclusión dibujada 30 kilómetros alrededor de la central, cultiva un huerto
comiendo sus frutos, y pasa en contacto con esa naturaleza supuestamente tóxica
todo el tiempo que puede.
Hoy
todavía vive sola en su casa, donde volvió tras ser evacuada durante unos meses
a otro lugar que su memoria no le permite recordar. "Cuando regresé daba
saltos de alegría, lloraba de emoción" explica a EL MUNDO en su modesta
casa. Lo primero que hizo fue besar la tierra de su huerto. "¡Aquí cultivo
patatas, tomates, cebolla... de todo!", comenta orgullosa. No necesita
mucho más. Cocina verdura y 'borsch', la característica sopa de remolacha y
carne que es símbolo de ucrania.
Recientemente
estuvo en Kiev unas semanas porque estaba enferma: "El médico me dijo que
el mejor sitio para mí es en mi casa, yo en cualquier otro lugar me
muero", explica. En verano trabaja en el huerto y cuando hace frío se
mueve por dentro de casa, ligera como una mariposa.
Su
determinación es inmensa, como su soledad: "Nací aquí en 1929 y viviré
aquí toda la vida". Aunque las autoridades no querían, poco a poco ha
logrado que el mundo que la rodea vuelva a ser el de antes del accidente. A los
pocos que se empeñaron en volver al terruño les prohibieron hacer fuego, pues
las cenizas flotando en el viento pueden ser un vehículo de propagación de la
radiación. Pero ella un día encendió una hoguera. Y un helicóptero la pilló
infraganti y comenzó a volar en círculos: "El piloto abrió la ventana y me
amenazó así con el puño. Yo agarré un palo y se lo enseñé", explica
adoptando una postura amenazante pese a su escasa estatura.
Antes
del accidente en Opalchichi vivían unas 600 personas. Con ella, volvieron al
pueblo un centenar y medio. Pero tres décadas después solo quedan cuatro. Ella
se encoge de hombros: "Está todo bien, no hay nada contaminado".
¿Y
la radiación? Llegados a este punto, María se ríe. Levanta un poco el puño y
dice: "Los ucranianos no tenemos miedo de la radiactividad". Ha
enterrado a su hijo y a su marido. Le queda una hija en Kiev, que le trae algo
de carne de vez en cuando. Gracias a un teléfono móvil que maneja con soltura,
esta anciana mantiene un cordón umbilical con lo que otros llaman "la
civilización". Como ventana al mundo que parece haberla olvidado, en una
repisa se ve una fotografía del expresidente ucraniano Viktor Yuschenko, que
una vez pasó por su casa.
Hoy
quedan menos de 2.000 personas viviendo dentro de la zona de exclusión. Están
distribuidas entre Chernobil, Pripiat y 94 aldeas. Algunos viven ahí con
permiso. Otros sin él.
La
gloria militar suele llegar tras tomar una ciudad, derrotar a un ejército
enemigo o defender una trinchera. Pero la 'batalla' en los meses que siguieron
al accidente de Chernóbil fue contra la contaminación, que amenazaba con
cobrarse muchas más vidas.
Entre
los que se encargaron de la misión suicida de retirar los escombros
contaminados estaban los militares del Batallón Especial 731. En sus filas
figuraba Vladimir Gudov. Es uno de los "liquidadores" a los que
ucranianos y europeos en general le deben agradecer que Ucrania y los países
cercanos sigan siendo habitables.
"Nos
llamaban biorobots", recuerda orgulloso este hombre alto y coqueto, que
lleva un peine escondido para cada vez que se quita el gorro. Debían retirar
escombros contaminados. Unas veces con palas. Otras, con las manos. Para no
sobrepasar los niveles de radiación recomendados, sólo podían hacer su trabajo
durante 15 minutos. "Por eso había que correr, retirar algo y volver atrás
aprisa", recuerda este subcoronel retirado al que le gusta bromear:
"No sólo no he muerto sino que me siguen atrayendo las mujeres".
Vladimir,
el liquidador
Tuvo
suerte. De los 800 militares de los dos turnos del batallón solamente quedan
unos 120. Sólo en las primeras semanas ya murieron cerca de 30 personas. ¿Valió
la pena? "Eramos verdaderos patriotas".
La
aguja del aparato que tenían para conocer el alcance del peligro no daba más de
sí. "No conocíamos el nivel real de radiación, el medidor que teníamos
solo marcaba hasta 50 roentgen y hay lugares donde era superior a mil".
Por ejemplo, bajo el reactor, donde se dejaban la salud los mineros traídos de
Donetsk, en el este del país.
Retirar
los escombros era necesario para encerrar después el reactor averiado dentro
del sarcófago que ha mantenido controlado el peligro durante estos años.
"Ellos no podrían trabajar mientras nosotros no elimináramos la basura
nuclear", recuerda sin olvidar lo más penoso. Tuvieron que subir al techo
del reactor porque los vehículos teledirigidos quedaban fuera de servicio
debido a la altísima radiactividad: "Allí solo se podía trabajar 30
segundos y salir corriendo".
Con
su hazaña lograron evitar una nueva explosión, que se hubiese 'comido' buena
parte del continente: "Minsk, Kiev... no sería posible vivir en
Europa", asegura Gudov.
Algunos
trabajaban bajo temperaturas de 35 grados. Fueron semanas de mucho sol,
durmiendo por la noche en tiendas de campaña y viendo deteriorarse la salud de
los que le rodeaban: "El polvo radiactivo estaba en el aire y nosotros no
parábamos de respirarlo, vi como la gente cada vez estaba más cansada y no
paraba de toser". Los médicos les daban pastillas de yodo y potasio.
"Casi todos los que estuvimos trabajando en aquel tejado fuimos
diagnosticados con bronconeumonía".
Como
héroe nacional se siente hoy un poco olvidado: "Dimos nuestra juventud, nuestra
energía y nuestra salud para que otros no se contaminasen".
Liudmila,
trabajadora de la central
Pocas
personas fueron más felices en Pripiat que Liudmila Petrovichna
Bieloukrainskaya. Trabajaba en la central de Chernobil, pero la noche del
accidente estaba en su casa, a escasos tres kilómetros del reactor por culpa
del cual tendría que dejar para siempre su ciudad en cuestión de horas.
A
la 1.23 de la mañana sintió un estruendo: "Mi esposo me dijo: 'Creo,
Liudmila, que ha pasado algo en tu central'. Pero cerca de nosotros había una
estación de ferrocarril, Yanov, y esa explosión me pareció fruto del choque de
dos trenes".
Pasadas
las tres de la mañana, estando ya medio dormida, sonó el teléfono. En la cama,
bromeó con su marido:
- Es
para ti.
- No,
es para ti.
- No,
para ti.
Al
otro lado del auricular sonó una voz familiar para ella. Era Alexander
Vasilevich, jefe de la unidad de desactivación: "Liudmila Petrovna, se ha
producido una avería en la estación".
Liudmila
pronuncia la frase como si la tuviese enmarcada en la conciencia: "No me
dijo que hubiese ocurrido una catástrofe, simplemente que se había producido
una avería".
Cogió
su uniforme y fue a la boca del lobo. Recuerda el sentido de la responsabilidad
de todo el personal: "La disciplina en la estación era de hierro, todavía
más en tiempos de guerra, porque así llamábamos a este momento, el de después
de la avería".
Antes
de la avería, su trabajo ordinario en la central estaba en el control de
acceso. "Yo recibía a la gente con una sonrisa, entraban a la zona limpia,
se cambiaban y pasaban a la zona 'sucia', donde se vestían con ropa
especial". A la salida ella se encargaba del proceso de posible detección
de contaminación en la ropa. Las encargadas de la tarea eran sobre todo
mujeres. Hoy, con la central parada, sigue siendo así.
Pasado
el accidente vino el adiós a su vida anterior. 36 horas después de la explosión
un mensaje oficial por la radio alertó de que había que proceder a una
evacuación temporal de Pripiat por culpa "de unos niveles de radiación no
satisfactorios" derivados de la avería. Se pedía a los vecinos que dejasen
todas las ventanas y los grifos cerrados. Que no cogiesen salvo lo
imprescindible: comida y documentación. Y que hiciesen caso a la policía que
controlaba los autobuses con los que les iban a evacuar.
"Yo
cogí mis fotografías y los documentos, no nos permitían coger nada más porque
estaba realmente contaminado", recuerda con un creciente halo de tristeza
en la voz. A los más viejos, que apenas sabían lo que era la radiación, les
daba más pena "dejar atrás el abrigo de piel, la alfombra... pero nosotros
lo entendíamos, porque no te lo podías llevar, y así se quedó aquella parte de
nuestra vida allí.
Delante
de su portal, en el barrio de Kiev donde fue realojada junto a cientos de
trabajadores dela central, un monumento recuerda lo que pasó. "Quiero que
los niños sigan jugando en este parque, pero también que cuando levanten la
vista vean esto y sepan lo que pasó", explica.
Hoy
sus hijos apenas pueden describir aquella ciudad, cerrada a cal y canto,
silenciosa, el reverso de lo que fue. "Prácticamente todos nos conocíamos
unos a otros, desde luego a Ludmila Petrovichna la conocía todo Pripiat",
bromea.
En
la ciudad que ella recuerda había conciertos todo el año. La catástrofe de
Chernóbil ocurrió cuando estaba a punto de llegar la pascua del 4 de mayo:
"Ya íbamos todas guapas y bien peinadas".
Al
día siguiente del accidente cometió la locura de ir a pasear por las afueras de
la ciudad. Hasta el puente que da paso al camino que lleva a la central.
"Fui andando con dos amigas, cuando llegamos a ver Chernóbil divisamos el
humo y el fuego. Lo que se me ha quedado en la memoria es ese regusto a algo
raro que se está quemando".
Fuente:
Fuente:
Xavier Colás, Testigos del horror, 25/04/16, El Mundo.
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